divendres, 24 d’agost del 2007

“Solo como un poeta en el aeropuerto,

inútil como un sello por triplicado,

como el semen de los ahorcados,

como el libro del porvenir.

Vencido como un viejo que pierde al tute,

amargo como el vino del exiliado,

como el domingo del jubilado...

Así estoy yo, así estoy yo sin ti.”

( J. Sabina)

I

Esta era una mañana diferente, tenía trabajo. Mi subconsciente fue inmune al perforador sonido del viejo despertador, así que lo ganado en descanso lo multipliqué en estrés, y ahí estaba media hora después de haber abierto los ojos, con el recuerdo en la cara de esas sábanas aún deseosas de mi, perfumado de sudores y flujos que recordaban lo poco que había dormido y dos días de barba, que inutilizaban el sentido que quería dar a la cordial sonrisa, que con todos mis esfuerzos dedicaba a la aparición amorfa que se presentaba como mi encargado. Tras esa prueba de hombría que para algunos hombres es estrechar la mano, quedé acompañado de una patética sensación, un hormigueo en los dedos y su firma en forma de grasa en la mano. Ignoraba cuál sería mi trabajo en esa miserable fábrica y ya deseaba desaparecer, pero la omnipotente presencia de esos préstamos por pagar me hizo reflexionarlo, fue entonces cuando empecé a sospechar que el ángel al que le habían asignado mi guarda era un hijo de puta.

Mi primer cometido en la fábrica, fue mirar durante nueve horas a un ser de edad indefinida, agujerear con un taladro una pieza tras otra de lo que aseguraba formaría parte de una persiana, otro apasionante trabajo se mostraba ante mí. Más de lo mismo, conversaciones de mujeres, coches y fútbol, amenizadas por Justo Molinero y su puto radio-taxi. De nuevo me encontraba hipotecando un tercio de mi vida a la abstracción, pero lo peor de todo es que no esperaba nada mejor, eran diferentes caras, diferentes máquinas y horarios, todo era diferente e igual que siempre a la vez, pues la patética sensación de derrota a la que parecía estar suscrito, fue tan fiel como cruel durante años. En ocasiones me invadía un sentimiento de tristeza, pues no quise conformarme con lo que mi vida me ofrecía, y nunca pude consentir una convivencia en armonía con mis propias limitaciones, siempre he querido crecer, encontrar la forma de conocer todo aquello que soy, lo que necesito para ser feliz, pero esta empresa me ha resultado tan agónica como estéril de resultados y aún hoy deseo ser iluminado con la sabiduría que me haga comprender, que puto sentido tiene esta vida por la que pasamos sin apenas vivirla. Me encontraba sumergido en una de mis habituales crisis existenciales, es en estos momentos puntuales de mi vida cuando emerge ese maldito sentimiento auto-crítico y mi consecuente pesimismo, ahora me encontraba así, sin encontrar la razón de nada, sin saber por qué hacía las cosas, sin sueños y sin esperanzas.

Pero por fin llegó la tarde del día menos pensado, en la que ese Dios de los cristianos decidió fijarse en mi, siendo su luz tan intensa como la hostia que me envió al hospital con varios huesos rotos.

Un 205 con una señora al volante de estas que pagan menos en su seguro porque no sufren accidentes, pensó que el ceda no iba con ella y haciendo caso omiso de la noble función de la señal, se atravesó en mi camino, haciendo un punto y aparte de lo que hasta ahora había sido mi vida.

Que suerte tuve, me despedí de mi idolatrada zephyr a más de cien kilómetros por hora y media hora después estaba en Juan XXlll haciéndome el gracioso con la única enfermera que no me ignoraba. La enfermera en cuestión tardó menos en irse que yo en hacerme a la idea de dónde estaba, abandonándome en un cuartucho emparedado de tela verde, con la única compañía de un asmático en plena crisis que todavía si cabe me hizo más intensa la estancia. Sin mayor motivación que contemplar en la medida que la posición y mis limitaciones me permitían, el desfile de zombis de batas blancas que la indiscreta separación de las cortinas delataba. Mientras esperaba con resignación, primero las pruebas y siglos después los resultados.

Por fin un médico entró sonriente, cargado de una energía positiva que sin resultado me intentaba contagiar. Con la dignidad de aquellos que les importa un huevo lo que te están diciendo me diagnosticó que no tenía nada roto, eso sí, no reparó en consejos, en frases disfrazadas de un patético instinto paternal, que teniendo en cuenta que el simpático doctor era bastante más joven que yo resultaba del todo humillante. Se emborrachó de esa retórica abstracta que son la mayoría de los términos médicos, yo no quería interrumpir, pero los dos éramos conscientes de que el único que escuchaba era él, se había dejado llevar por sus palabras sin darme ninguna opción de impedir que completase su agónica exposición, yo sólo quería irme y por fin me fui.

Fue mi madre la que se ofreció voluntaria para llevarme a casa y la que con su patentada sutileza sugirió que me plantease el denunciar a esa suicida. La verdad es que no le hice demasiado caso, por un lado me daba lástima la señora y por otro pensé que si no me había roto nada no me darían mucho dinero, en realidad me conformaba con que me arreglasen la moto. Ya en el portal me despedí de mi eventual transportista y me dispuse a arrastrar mis doloridos huesos por los cinco pisos sin ascensor que me separaban del sofá. Cruzado el umbral del que nunca consideré mi hogar, me recibió la que entonces y por poco tiempo fue mi pareja, tras exagerar todo lo ocurrido la dejé convencida de mi invalidez y de los excesivos cuidados que mi estado requería. Pero pronto se cansó, es cierto que me quejaba más de lo que me dolía, pero ella demostró en esta etapa ser un poquito insensible y bastante hija de puta.

Esta chica era más un reto personal, una fantasía de mi adolescencia. Es la hermana de un compañero de colegio, nos conocimos cuando ella tenía once años y yo un par más, en esa época mis hormonas empezaban a alterarse y esta chica era lo que más cerca tenía, era guapa y rubia, suficiente para hacerla protagonista de los más apasionados momentos vividos en la soledad de mi habitación. La cuestión es que no me hizo nunca ni puto caso en mi enriquecedora etapa de culto al onanismo y pasó a estrenar la lista de mujeres con las que quedó algo pendiente. Pasados quince años volvimos a coincidir una mañana que me cité en su casa con el hermano, él no vino y ella sí, mentalizado a gastar los cinco euros que formaban mi capital le propuse mi compañía como antídoto a su aburrimiento, no se pudo negar a tan idílica proposición y diez minutos más tarde paseábamos por la Gran Vía en busca de algún lugar donde ignorar nuestra vergüenza, poco después se desnudaba sobre la cama de mi amigo invitándome a saborear su lujurioso cuerpo. Así arrancó esta relación condenada al fracaso desde antes de empezar.

Su hermano era y es un pobre desgraciado, un adolescente crónico del que conservé su amistad por llamarlo de alguna manera, para encontrar un punto de referencia más o menos estable en mi agitada vida, más que por sus cualidades como persona. Treinta años de desidia, de quejarse de una vida en la que no hace nada por cambiar, de convivir con una madre necesitada de su espacio y de suspender todas las asignaturas que decide cursar. Un pobre infeliz frustrado por su propia impotencia, una especie de autista con complejo de superioridad y un carácter pesimista que lo acompaña ahí donde abre la boca. La cuestión es que terminé con toda la familia el mismo día, me quedé sin mi más antigua referencia del pasado a cambio de un millón de ilusiones de futuro.

Al día siguiente desperté con dolor en el brazo y en la espalda, en un principio no me preocupó, me sentía feliz pensando que ese dolor no era nada comparado con lo que podría haber sido. La mañana seguía con su lenta rutina, hasta que el dolor de un brazo cada vez más deformado me hizo plantearme la necesidad de una segunda opinión. No fueron necesarias nuevas radiografías para que la doctora García confirmase la negligencia del incompetente médico que me atendió el día anterior, tenía roto el omóplato izquierdo y tres vértebras lumbares completamente aplastadas.

La recuperación se hizo muy pesada, fueron tres meses de ejercicios estúpidos, de pomadas, descargas eléctricas y masajes que terminaron con mi limitada paciencia. Ahora tenía más sentido el consejo que unos días antes me había dado mi madre, haciendo de la denuncia la única posibilidad de quitarme de en medio el acoso de unas deudas, que por mi puntual incapacidad para trabajar se iban acumulando sin compasión. Solicité una entrevista con un abogado especialista en estas causas, tras una semana de espera y un protocolario saludo, me encontré en su ostentoso despacho contándole mis penas. Tenía testigos que declararon lo ocurrido en el informe policial, la suicida también reconoció su culpa, por lo que mi desconocido abogado no dudó en aceptar el caso a cambio de un diez por ciento de mi dolor. Tras cuatro meses de sumisión burocrática me encontré con más dinero del que esperaba, todas las deudas pagadas y sin trabajo, todo hacía pensar que había llegado el momento. Recuerdo estos días como muy felices, me había reencontrado con la ilusión de vivir y esta vez sabía que todo dependía de mí. Quise planear con detenimiento, tranquilidad y madurez el futuro próximo que ante mi se mostraba, pero algo falló y antes de ingresar el cheque ya tenía claro en que me lo iba a gastar. ¡Un viaje!

Dudaba entre conocer el Pacífico de la América Latina, motivado por la retórica de una Isabel Allende que durante mis infinitas horas de recuperación me hizo compañía, o bien dedicarme a emular a Cortés en su cruzada por tierras mexicanas, siendo esta segunda opción la que más pesó. Ya solucionado cómo gastaría mi pequeña fortuna, sólo quedaba despedirme de mi pareja para siempre, conseguir el pasaporte, los billetes y convencer a la familia de que me iba para volver medio año más tarde. La regla fue que todos lo entendieron y confiaron en mí, la excepción que la confirmó no la quiero recordar. Pero tenía demasiado claro que iba a volver como para dejarme arrastrar por ningún punto de vista egoísta que viera en esto cualquier cosa menos algo positivo para mí.

En el transcurso de días que pasaron durante los preparativos, se me ocurrió la oportuna idea de conectarme a algún chat mexicano para ir conociendo culturas y costumbres, para recibir algunos consejos e ideas sobre como plantear la estancia en un país tan lejano y extraño para mí. Tras varios intentos de amistad trans-atlántica conocí a una mexicana que reunía todos los requisitos para ser mi primera anfitriona por la antigua Nueva España. Era guapa, culta, simpática y lo suficientemente insegura como para no desperdiciar la oportunidad de aprovechar mi encanto, convirtiéndose por motivos ajenos al amor y que ya relataré más adelante en mi primera y última guía por tierras mexicanas.

Una semana y media después me despedía de la familia en el aeropuerto de Barcelona, con un billete al D. F. escala Londres y un montón de ilusiones. Era ésta una sensación contradictoria, tenía muchísima ilusión en este proyecto, pero estaba sazonado con el amargo sentimiento de la despedida, que se hizo más patente con la carta firmada por mi madre y que recibí con la condición de no leerla hasta estar solo.

- Mi gran tímido, tan sensible, tan vulnerable. Contigo dejé de ser "la niña" para convertirme en tu madre. Y lo fui sufriendo muchísimo, y no supiste nacer!, o quizás te daba miedo o vergüenza.

Creciste rodeado de misterio, con tu seriedad, tu obstinación ... Yo también crecía, aprendiendo a olvidarme de mi para vivir para ti.

Y así ha sido y será, tienes mi amor garantizado para toda la vida. Y eso hijo, forma parte de tu equipaje del que puedes echar mano cuando y como lo necesites. Disfruta y sé feliz, es el mejor regalo que me puedes dar. Llevas contigo mi deseo más sincero de que encuentres la paz interior que necesitas y la fuerza e ilusión que te harán reemprender el camino cuando vuelvas.

Piensa en ti y aprovecha al máximo el momento. Te quiero. MAMÁ.

Con diferencia, esto es lo más bonito que nunca nadie me ha escrito. Con un nudo en el estómago e incapaz de articular demasiadas palabras dije adiós sin despedirme y emprendí mi aventura.

II

Llegué a Londres antes de lo previsto, un interminable paseo aéreo por la capital inglesa se convirtió en la consecuencia del retraso de una orden que nos impedía tomar tierra. Tras ser cacheado en tres ocasiones consideraron que no había riesgo de dejarme en paz y cumplidas un par de agónicas horas en el aeropuerto por fin me encontré de nuevo en el aire, esta vez sobre el atlántico y camino de mi destino final, México.

Once horas encerrado a diez kilómetros sobre el mar me hicieron odiar los aviones de por vida, con la única compañía de un patético californiano que no hizo más que dormir y darme envidia recorrí los catorce mil kilómetros que me separaban de mi destino. Dos minimalistas raciones de comida más tarde pisaba con fuerza el agrietado asfalto del aeropuerto de D. F. Decidí buscar un taxi por cuenta propia que me llevase a la estación de autobuses, dejando mi suerte a merced de un taxista en una de las ciudades más inseguras del mundo. Es una capital enorme, más de cien millones de personas que parecían estar todos conduciendo en la misma carretera. Tras la insustancial conversación que me dedicó el conductor, me presenté en la estación sin ningún problema más que la tarifa extra con la que el simpático taxista abusó de mi ignorancia. Pero llegué, que ya es mucho a la Estación del Norte, donde tomé el camión que anunciaba San Luis como su destino, donde haría mi cuartel general y de donde partiría para realizar todas las rutas que fui improvisando. El camión no tardó en salir y tras cinco horas más que sumé a mi particular éxodo, por fin me encontraba ante el cartel que daba la bienvenida a San Luis de Potosí.

Esta ciudad recibe su nombre en honor al rey de Francia que en teoría tenía que ayudar a liberarlos de los pinches españoles, más tarde se añadió el Potosí en honor a las minas de plata Bolivianas que tenían ese mismo nombre. Es una ciudad sin demasiado encanto, casas muy bajitas y viejas, pegadas unas a otras que junto a un tráfico insufrible, me hicieron plantear una reubicación de lo que por su situación geográfica consideraba el lugar más apropiado para establecerme de una manera entre comillas estable.

Fue el olfato el primer sentido que se activó, me olvidé de la atrofia que tan fiel ha sido a mi tabique durante tantos años, para dejarme envolver por un aroma que perfumaba toda la ciudad, una mezcla de comidas y flores que en forma de partículas se mezclaba en el aire, llenando de calidez la bienvenida que parecía darme el lugar.

Yo ya había llegado, pero mi amiga cibernauta que teóricamente estaría esperándome decidió voluntariamente llegar tarde, mal aconsejada por su familia y esas estúpidas tradiciones que hacen suponer a algunas mujeres que por hacernos esperar las recibimos con mayor interés. La cuestión es que tenía ganas de mandarla a la mierda antes de conocerla, pero era consciente de que mi situación en esos momentos requería comprensión, hasta que pasada una hora de paseos entre mendigos decidí dar por finalizada mi estúpida espera.

- ¿Xavi? -, el corazón se me disparó ante la ingrata presencia de esta morena, bajita y de un muy discreto atractivo, por lo que decidí sutilmente ignorarla.

- Sí, ¿tú eres Chabela?

A juzgar por la falsa sonrisa que me dedicó, comprendí la poca sutileza con la que mis palabras delataron una decepción que no supe ocultar, aunque con un envidiable derroche diplomático, hizo caso omiso de los sentimientos que seguramente le desperté y decidió acompañarme al lugar donde me esperaba mi futura amiga con una pequeña comitiva formada por su hermana, dos sobrinos, un primo, un amigo y la criada que ya conocía.

A la una y media de mi primera madrugada mexicana recibía la llave de la única habitación libre que encontré en toda la ciudad. Chabela decidió que se quedaba conmigo a lo que no puse ningún impedimento, diez minutos después me encontraba sobre las desgastadas sábanas de un viejo colchón, ensimismado por el dulce acento de la mexicana y el oportuno tequila que “casualmente” llevaba en el bolso. Antes de terminar la tercera ronda se ofreció para destensar mi cuerpo con un terapéutico masaje que me haría olvidar las treinta insufribles horas de viaje, no estoy acostumbrado a este tipo de consideración, por lo que un minuto más tarde exhibía mis sudados calzoncillos bajo los experimentados dedos de mi comprensiva Chabela.

Y se hizo la luz. Me desperté mi primera mañana no muy temprano, el aroma era el mismo que la noche anterior, pero ahora se imponía el olor de las taquerías, unos puestos de comida en los que ajenos a cualquier norma sanitaria alimentan casi en su totalidad a este país. Mi primer desayuno se compuso de tres tacos al pastor, una quesadilla, un coca-cola y dos almax. La comida en estos lugares es muy sabrosa y barata, suficiente para desear mantener la ignorancia acerca de su procedencia, nunca quise averiguar el origen de esta peculiar dieta, prefería desconocer la composición de lo que sería la base de mi principal sustento dietético durante la estancia en este país.

Ya con el estómago lleno prioricé mi siguiente paso, necesitaba una habitación barata donde dormir los próximos días, así que desperté a mi nueva amiga y con su ayuda, algún punto de referencia y su teléfono por si me perdía, empecé más o menos a orientarme por la ciudad. Mi primera habitación por llamarlo de alguna manera, era una patética construcción ilegal que se levantaba sobre unos cimientos, que con los años y la buena voluntad de mi casero se convertirían en su hogar. Dormía en una incómoda hamaca de mimbre roída por la fauna con la que convivía, las paredes las insinuaban una serie de ladrillos más o menos alineados, separados entre sí por un margen de unos diez centímetros, lo cierto es que era una lamentable chabola cubierta por un inquietante techo de madera podrida que amenazaba con caerse en cualquier momento. Mi estancia en ese sitio no fue tan difícil por las condiciones en sí, sino porque como guinda al negocio que estaba creando mi arrendador, me impuso a un alcohólico como compañero de habitación. Lo cierto es que no supe nunca con seguridad si esa persona que durante tres días fue mi compañero había llegado antes o después que yo, lo único que sé es que un día al volver a mi humilde hogar me encontré una persona durmiendo en mi hamaca, como en el cuento de los tres ositos, sólo que en lugar de la dulce niña lo que dormía bajo mi techo era un puto borracho que ignoró todos mis intentos por despertarlo, haciéndose único propietario de la que pensaba que sería mi hamaca por un tiempo. Tras una larga conversación con quien pretendía le pagase un alquiler llegamos a un acuerdo, él decidió que me bajaría la renta y yo le comenté que se podía ir a tomar por culo. Así me encontré de nuevo en la calle con todo mi equipaje y en búsqueda de otro agujero donde anidar. Tuve suerte, porque en el primer anuncio del primer periódico que compré (El Sol de San Luis) contestó al teléfono Moisés, quien se convertiría en mi segundo casero en tierras mexicanas y con el tiempo en un buen amigo.

Moisés Rubén Martines, un gran hombre, poco agraciado o feo de cojones según el cariño con el que lo mires, pero de una humanidad y generosidad que no había conocido nunca. El único no creyente que conocí en este país, hijo de ganaderos, estudió como pudo lo justo para no seguir el camino de sus ancestros y se encontró siendo profesor en una escuela pública de primaria, con un sueldo de risa y un montón de delincuentes como alumnos, que sin yo saber por qué, él nunca daba por perdidos. Un gran profesor y mi introductor al mundo prehispánico de ese país. Es dos años mayor que yo, casado con Irma, la esposa de la que nunca estuvo enamorado y que se unió a ella consciente de su escaso poder de elección. Tienen dos niñas, las más bonitas y educadas que he conocido jamás, Alicia de cuatro años y Jhoselyn de dos, aún guardo el peluche que me regalaron el día que me despedí de ellas, ha pasado un año y aún siento sus lágrimas en mi cara del día que les dije hasta luego queriendo decir adiós.

Moisés es un tipo contradictorio, ama su profesión por encima de su familia, y son a éstos a quien ignora por complacer a sus amigos, entre los que me cuento. Nunca observé un detalle cariñoso hacía su esposa, a quien en varias ocasiones sorprendí llorando por la mentira en la que se había convertido su matrimonio. Nunca estaba en casa, sólo venía a cenar y dormir, dejando a Irma luchando en solitario contra la monotonía de cada día. Pero aún a riesgo de parecer contradictorio y espero que no se planteé esto como una lógica machista, considero que este hombre es una gran persona que sin tener nada me lo dio todo, me hizo más regalos de los que jamás me han hecho, eran detalles baratos y en su mayoría bastante feos, pero el esfuerzo que a él le representaba nadie lo puede saber si no ha convivido con las necesidades de esta gente. Me ofreció su amistad y yo la acepté orgulloso, manteniéndome al margen de su comportamiento hacia los demás, no era mi guerra.

La habitación no era gran cosa, pero estaba limpia y cuidada, tenía mi propia entrada y enseguida me dieron acceso a toda la casa, haciéndome uno más de esa desestructurada familia. Disponía de una ventana orientada a un patio interior y una puerta que daba al garaje, no era una cabaña en la playa, pero me sentí muy cómodo desde el primer momento. En un principio el contrato de palabra con el que nos comprometimos sólo me permitía el acceso al lavabo, aquí las comodidades son un lujo que no se pueden permitir, la higiene funciona a base de cubos de agua y ninguno caliente, detalle que apenas echas de menos la mayoría de los días. Era un baño muy pequeño con una cortina que lo dividía por la mitad, separando la "ducha" del metro cuadrado que formaba la otra fracción del lavabo.

En mi segundo día en San Luis, los Martines me ofrecieron ir con ellos a conocer la Huasteca, que resultó ser la selva por la que se desplazó Hernán Cortés en la búsqueda de su nuevo mundo.

Cortés fue un gran genocida español y el fundador del México colonial. A pesar de ser hijo de unos hidalgos muy pobres consiguió cursar los estudios de gramática y latín en Salamanca. Era un joven belicista y amante de las armas que en 1504 decidió partir hacia las indias. Participó en la conquista de Cuba, y en 1519 el gobernador Velásquez le puso al frente de la expedición que conquistó bajo su mando el imperio azteca. Tras su consumación, emprendió la reconstrucción de la capital y fundó la Nueva España.

En esta ocasión fuimos a la Huasteca Potosina, Río Verde para ser más exacto, el rancho de Irma y en el que su familia me recibió como si fuese uno más de ellos. Superé esa primera noche enfrascado en una interesante conversación con tres de las hermanas de Irma, entre tequilas y risas descubrí que con la misma curiosidad que yo disfrutaba de su acento lo hacían ellas con el mío, nunca pensé que tuviese, pero lo encontré un detalle interesante del que seguro podría sacar provecho.

Me desperté al día siguiente bajo las sucias uñas de la desagradable mascota familiar, un bicho que en sus tiempos mozos tenía forma de loro y que gritaba sin parar algo parecido a un saludo que a la familia le hacía mucha gracia. Era muy feo, casi no tenía plumas, era agresivo y no podía volar debido a una patética obesidad. Una joya de animalito que a la inocente Alicia se le ocurrió que me haría gracia descubrirlo sobre mi pecho al despertar. Poco después me encontraba saboreando el almuerzo que Adriana, la sobrina mayor y más guapa de Irma, se había encargado de mantener caliente. Con la claridad del día la casa parecía mucho más vieja, la mesa que apenas unas horas antes nos soportó ebrios de emoción y tequila, desnudando nuestras almas en una especie de fusión étnico-etílica, ahora se aparecía como un mueble antiguo carcomido casi en su totalidad, el resto de la casa en general, no distaba ni en edad, ni en su estado al de esa mesa. Quería conocer a esta gente sin prejuicios y encontré un pueblo orgulloso de lo que son, gente humilde sin nada más que ellos mismos, devorando la vida con una intensidad que solo es posible entender conociendo nuestros límites y mimando lo que realmente amamos, algo difícil de asimilar para nuestras podridas mentes capitalistas.

Aún tenía el desayuno luchando por ser digerido cuando irrumpió mi cuate sediento de aventura para proponerme una excursión que no olvidaré jamás. Nos pusimos en marcha Moisés, Irma, las niñas y yo, me querían enseñar lo que aseguraban que era y más tardé confirmé yo, uno de los lugares más bonitos y espectaculares de San Luis. Llegar no fue nada sencillo, abandonamos la carretera federal para perdernos por un camino casi infranqueable, que sólo pudimos atravesar por la temeraria combinación de ilusión e irresponsabilidad de este padre de familia. Una vez superado el tramo más incómodo y cuando ante nosotros se empezaba a descubrir un camino de tierra aparentemente transitable, el viejo pick-up decidió hundirse en más de medio metro de barro. El cómo salimos fue lo más surrealista, otras dos camionetas habían decidido hacer la misma excursión que nosotros, pero al ver nuestro estado decidieron seguir a pie, no sin antes rebozarse en el barro con nosotros por ayudarnos a salir de la trampa en la que nos habíamos metido. A los pocos minutos un ganadero montado a caballo que se encontraba camino de su casa se unió a nuestra causa, el hombre vivía en esa zona y deduzco que no fuimos el primer caso de este tipo que se encontró, sacó una cuerda la ató al pick-up y asegurándola en su montura le dio una orden al animal que nos sacó al instante. Fue un gran momento de trabajo en equipo, un grupo de personas que sin conocernos de nada se llenaron de barro hasta las orejas por ayudarnos, esto de donde vengo no se ve mucho. La cuestión es que terminamos todos haciendo el resto de la excursión a pié, confraternizando como si nos conociéramos de toda la vida. Para ellos yo era algo exótico que venía de muy lejos y que no solían ver por estos lugares, no podían disimular su curiosidad mientras yo me limitaba a disfrutar de ese protagonismo que tanto me gusta.

La caminata fue durísima, primero dos kilómetros de insoportable selva, para llegar a un río que con la ayuda de un autóctono del lugar y su piragua, pudimos de cinco en cinco sortear los rápidos que se precipitaban hacia la cascada que a siete kilómetros nos esperaba como final de nuestra aventura. Salvado el río y pensando que lo peor había terminado, me encontré trepando por un escarpadísimo terreno mientras me sujetaba a las raíces de los árboles con la única mano que tenía libre, ya que Alicia decidió que no caminaba más y su padre estaba ocupado con su hermanita pequeña que había tomado esa decisión minutos antes. Se hizo una caminata realmente agónica, entrecortada por caídas, risas y paradas vitales, todos seguíamos al autóctono que se apuntó a la excursión y que parecía saber bien donde nos llevaba. Tras el suplicio que en forma de llagas se manifestó a las pocas horas de empezar la excursión, conseguimos llegar a nuestro destino, era el momento de decidir si había valido la pena tanto esfuerzo. Al momento supe que sí, me senté junto un pequeño lago con el agua de mil colores, reflejando un arco Iris que parecía nacer de ese mismo lugar. Pequeñas gotas de agua golpeaban contra el lago distorsionando en forma de hondas las imágenes hipnóticas que se formaban ante mí, no podíamos hablar por el estrépito del agua, pero tampoco lo necesitábamos. Es indescriptible, me encontraba perdido en la selva, en un lugar diferente a todo lo conocido, salpicado por mil gotas de agua que se desprendían de la catarata que ante mi se precipitaba hacia un vacío de más de setenta metros de altura, (pura selva). Los rayos del sol se filtraban entre los árboles como columnas de luz, y ese aroma mezcla de humedad y vida, que maravilla.

Antes de lo que me hubiese gustado decidieron volver, se hacia tarde y no podíamos arriesgarnos a que oscureciera. La vuelta fue insufrible, el cansancio era mortal y esta vez me tocó cargar la niña desde el principio. Tres horas y unas cuantas heridas más tarde nos despedíamos de los que fueron nuestros grandes amigos por un día, pusimos el coche en marcha y nos dirigimos al rancho de Irma a descansar. Los siguientes dos días fueron muy tranquilos, de empaparme de la gente y disfrutar la naturaleza, hasta que los compromisos de Moisés nos obligaron a volver. Me despedí con mucha pena de todo el mundo sabiendo que no iba a volver y tras una siestecita que duró todo el viaje, me presenté en mi más estable hogar en tierras mexicanas.

En el peldaño que daba acceso al portal de la casa se encontraba sentada Chabela, esa mexicana que confundió las risas entre coronas con insinuaciones de amor. Sabía que llegaba este día y tras venir a buscarme en tres ocasiones decidió esperar, unas horas después llegué yo. Me gustaba tener una persona aparentemente tan necesitada de mi, aunque en el fondo me sentía mal, pues veía nacer en ella un sentimiento el cual sabía que nunca le correspondería, éramos de dos mundos diferentes que puntualmente coincidimos por un caprichoso experimento del destino. Esto se acercó a una relación ideal, no tanto para ella que progresivamente se fue arrepintiendo de la base en la que construimos nuestra relación, exigiendo cada día algo más de eso que yo no sé ofrecer y que algunos se empeñan en llamar compromiso. Quedando en suspenso mis idílicos planes de una compañera de viaje, en la que ocasionalmente descargar en ella el elixir de mi pasión. Nunca logré hacer entender a ninguna mujer mi abstracta forma de querer y no pienso que esta fuese diferente en cuanto a comprensión, acepto que no me entiendan pero me dio pereza volverlo a explicar, así que en cuanto encontré la ocasión, atrapé mi corazón, lo guardé en la maleta junto la ropa interior y de nuevo escapé creyendo que sólo me marchaba. Pero aun falta mucho para eso.

Aún no había vaciado la mochila cuando Chabela colocó en mis manos dos boletos de camión con los que sentenció mi próximo destino. Matamoros es una de las ciudades más importantes del estado de Tamaulipas y lugar donde nació y residía mi nueva amiga. Esta población está sometida a la presión de las bandas de narcotraficantes, que por su ubicación la convierten en una zona estratégica y cuyos intentos por dominarla terminan en espectaculares batallas de las que por fortuna no fui testigo.

El camión salía dentro de dos días y los quise aprovechar para conocer un poquito mejor la historia de esta capital. Quise visitar el zócalo (el casco antiguo) de la ciudad, su Plaza de Armas con el solemne Palacio de Gobierno de estilo neoclásico, aquí residió Benito Juárez, uno de los presidentes de la República más importantes. También visité la Plaza de los fundadores, considerada el lugar que dio origen a la ciudad y donde descubrí el famosísimo Museo Nacional de la Máscara, en el que se exhiben alrededor de setecientas caretas mexicanas relacionadas con los ritos sagrados de las danzas tradicionales. También babeé ante la Iglesia de San Francisco del siglo XVII y cómo no, el Museo Regional Potosino, que instalado en el antiguo convento anexo a la iglesia y que reúne una curiosa colección etnológica y arqueológica relacionada con la civilización huasteca de este estado.

Ya cubiertas mis inquietudes intelectuales me presentaba de nuevo en la estación camionera de San Luis, esta vez con destino al norte. Tras once horas de viaje, cuatro o cinco películas y tres o cuatro meadas pisaba por fin suelo tamaulipeco. El viaje se hizo muy pesado, no era una línea recta la que marcaba el trayecto del camión, sino que se desviaba más de cien kilómetros al este antes de acceder a la carretera federal, haciendo escala en la insulsa ciudad de Victoria, capital del estado.

Quiso encargarse de recogernos en la estación una de las muchas sobrinas de Chabela, quien tras presentarse decidió ignorarme, quiero pensar que por timidez. La cuestión es que esos primeros minutos de marginación los aproveché para observar como despertaba esta enorme ciudad sin encanto, que pudo crecer gracias a las inversiones interesadas de las diferentes bandas de traficantes que veían en este pueblo el lugar perfecto donde establecer sus negocios. Todo son tapaderas, pero ayudaron a desarrollar económicamente al pueblo, creando una especie de simbiosis entre los antiguos ganaderos que antaño dominaban estas tierras y las nuevas bandas que buscan un sitio fronterizo donde trabajar. El pueblo asegura una discreción y complicidad absoluta acerca de cualquier dato que pudiese perjudicar estas bandas y a cambio reciben la protección y los favores de éstos.

Este viaje lo motivo que el papá de mi amiga había enfermado, Chabela tenía que ir a su lado y decidió que yo iría con ella, en mis planes también entraba conocer el norte y que mejor manera que con la pensión completa que me ofrecían. Sólo debía de poner un ratito al día cara de pena para que la familia se diese cuenta de lo sensible que soy y el resto a lo mío, disfrutar. Se torcieron un poco los planes ya que el pobre hombre decidió recaer y optaron por ingresarlo en el mejor hospital de Matamoros, que es como decir el mejor hospital de Vilaseca. En las tres o cuatro visitas que me tocó hacer al papá de la niña, acabé jugando con Pin, el sobrino mayor de Chabela a matar a pedradas las enormes ratas que salían del cuarto anexo al hospital, donde vaciaban la comida para su posterior recogida. A pocos metros de este cuartucho se encontraba la parte del hospital que se mantenía en pié y que contaba con el triple de enfermos de los que podía asistir, y digo en pié, porque la otra mitad se había derrumbado hacía un par de terremotos. Lo que en un principio iban a ser una o dos visitas de cortesía en casa de la familia, se convirtió en un montón de horas repartidas en varios días de suplicio, viendo morir a un señor que no se moría nunca. Al segundo día y sin conocerlo ya deseaba una piadosa eutanasia para poder seguir con mis planes, pero el hombre era testarudo y ni se sabía morir ni lo conseguían curar. Su padre era un consumado católico practicante que intentó sin éxito mi conversión a su doctrina, terminé hasta los huevos de sus bendiciones antes de comer, del estúpido ritual de persignarse antes de hacer cualquier cosa y de las oraciones antes de dormir. Jesusito hasta en la sopa, el poder del cura y sus fiestas religiosas eran el pan nuestro de cada día. También era un ex comandante del Cuerpo de la Policía Federal de Caminos, la policía de elite mexicana y en la que esta familia tenía varios miembros ocupando cargos muy importantes. Era el respetado patriarca de una familia de más de cien miembros. Su carácter serio, introvertido y muy dominante fue comparado con mi dulce forma de ser (momento en el que de nuevo me replanteé aquellas cositas que debería pulir) por varios miembros de esta familia. Era un hombre completamente estancado en el pasado, muy fiel a sus costumbres y a las tradiciones, muy firme a su palabra y con un carácter poco tolerante, se hacía respetar y eso me gustaba.

Chabela sólo había tenido un novio conocido por la familia, un médico muy respetado en su profesión y muy amigo de la familia. Pienso que su padre aún no había superado la separación de la pareja cuando me presentaron a mí en ese triste hospital, media familia con depresión y el protagonista medio muerto. Un extranjero, un ateo que no creía en el matrimonio, estaba escrito que no podía ir bien, pero sorprendentemente no fue así, al menos no fue del todo mal una vez superé el primer interrogatorio. Tras el encantado, me preguntó si creía en Dios. Ya la hemos cagado pensé.

- Pienso que una fuerza superior ha creado la vida y en consecuencia al ser humano tras un interesante proceso evolutivo -, creo que le contesté algo parecido a esto-, pero siempre he sido muy tolerante con todas las religiones y creencias-. Con esto lo terminé de arreglar.

No dijo absolutamente nada más, cerró los ojos y se durmió. Hijo de la gran chingada que mal rato me hizo pasar. Me habían avisado sobre el carácter del señor, aunque yo siempre lo presentí como una mitificación de lo que en un tiempo fue, creyendo que encontraría a un señor mayor y humilde que se sentiría contento de la felicidad que a su niña le producía mi compañía, pero no fue así, de toda la familia fue el único que me caló desde el primer momento. La presentación me supuso la sutil modificación de mis planes, por lo que decidí otorgar a Matamoros una semana de mi valioso tiempo, tenía pensado aprovechar y conocer en mi piel la ganada fama de estos pueblos fronterizos y de paso me perdería un par de días por Texas.

No entraré en descripciones acerca de la familia de mi amiga porque nos podemos morir de aburrimiento, yo el primero. Su padre tiene cinco hermanos, su madre once, ellos son ocho y salvo Chabela y su hermanaza pequeña todos tienen un montón de hijos, así que iré describiendo a quien por el desarrollo de mi historia pueda considerar interesante. Me relacioné con una importante representación de la familia, pero aún me faltaba conocer a su famosísimo primo. Miguel Costilla, todo un mito en la familia y en el estado por los trabajos para la comunidad que a continuación resumiré. No tenía ningún interés en conocerlo pero ahí estaba, llegó al hospital unos minutos después que yo, en mi segundo día de matar ratas y velar enfermos. Me habían hablado de este hombre como si fuese una especie de ser mitológico, el hombre más poderoso de esas tierras, de su dinero, de su fama, de su buen corazón, todo era enorme en él según su familia, yo siempre pensé que simplemente el hombre no sería tan corriente como el resto de la familia, pero me volví a equivocar. Su entrada en escena no podía ser de otra manera, uno tras otro entraron en el aparcamiento del hospital cuatro o cinco coches, todos nuevos, impecables y blindados. Una vez dentro este primer grupo de "exploradores" y supongo que tras una llamada de teléfono, entró el primo Miguel, en el segundo coche de otros cuatro que accedieron al aparcamiento. En este momento Pin me aconsejó que mejor no me acercase a nadie sino me lo pedían ellos. Lo cierto es que no tenía pensado nada parecido, más bien todo lo contrario, me encontraba sentado en la parte trasera de la ranchera del enfermo, de donde apedreábamos sin compasión a esos focos de infecciones que tanto asco me daban, a mi lado tenía a Pin, sobrino de Miguel y a Chabela, su prima hermana, su favorita y amor platónico desde su más tierna infancia. En medio de todo esto y sin saber cómo estaba yo, recién salido de mi marsupio y confraternizando con lo que resultaría ser la cúpula del cártel mexicano, lo cierto es que estaba muerto de miedo, aquí nada dependía de mí. Empecé a sonreír antes de que bajase del coche y creo que me duró la sonrisa hasta que después de ignorarme se fue a ver a su tío, el papá de la niña. Me habían dicho que jamás haría nada a nadie que pudiese formar parte de la familia, pero le precedían sus aventuras, sus negocios y su poder, lo que me hizo padecer una sumisa sensación de inseguridad que me fue fiel durante todo el tiempo que duró mi estancia en el estado.

El norte del país se divide en muchas bandas de narcotraficantes y dos organizaciones, sin quererlo entré por la puerta grande en una de éstas. Miguel Costilla es el gran capo de esta organización, teniendo el control absoluto en los estados de Tamaulipas, Monterrey, Coahuila y parte del norte de Veracruz. El papá de la niña es el patriarca, como ya he comentado antes, y es aquí donde se crea un interesante juego de poder, pues Miguel no hace nada que no le diga don Antonio, y éste no dice nada sin contar con Miguel. La cuestión es que según fui indagando la semana que me relacioné con esta gente, el ex-comandante de la Policía de Caminos, tenía un cincuenta por ciento literal de su familia dentro de la policía y la otra mitad en el narcotráfico. Contaban con empresas repartidas por todo el estado, video-clubs, talleres mecánicos, varios negocios de compra-venta de vehículos, y entre otras cositas hostales y restaurantes, uno de ellos en una playa desierta. En una terraza de este restaurante es donde pasé el mayor tiempo de mi estancia tamaulipeca, tumbado en una hamaca abrazado al sonido de las olas, con mi cóctel de camarones (gambas), mi coronita y la única asignación de no dejar acercarse a los centenares de pelícanos que en la más absoluta tranquilidad habitaban esa playa.

Pues sí, lo cierto es que Miguel Costilla es una de las personas más peligrosas de México, buscado por el FBI desde hace más de diez años y dueño de una policía que a base de mordidas (sobornos) había hipotecado su fidelidad. Este último detalle quiero remarcarlo, ya que pude vivir en mis carnes las miserias de la policía de este país.

Una noche, tras cenar en uno de los restaurantes de la familia Sánchez, estábamos sentados en el coche tomando unas cervezas Chabela, una sobrina y yo, cuando un bocho (escarabajo) de la policía paró junto a nuestro vehículo ordenándome bajar. Me advirtieron que estaba prohibido el consumo de alcohol en la calle, también me acusaron de irresponsable y de ser poco urbanizado o ético, o algo así. Quiero matizar que me encontraba en la colonia de la Esperanza, el barrio más conflictivo y peligroso de Matamoros y donde los Sánchez gozaban de mayor protección. Amenazaron con llevarme detenido, aunque lo único que pretendían era su mordida y yo lo sabía.

- Qué puedo hacer para evitar ir a comisaría -, le pregunté sabiendo la respuesta que tardó menos de lo que me esperaba en llegar.

- Bueno, pues no sé, cometió una infracción y le debemos sancionar-. Me quedé sin saber que decir unos segundos. - Usted debe de pagarla, ¿cuántos pesos trae ahorita? -.

Que educados eran, eso lo he de reconocer. Les mentí al asegurar que no tenía dinero, quería saber si realmente serían capaces de detenerme, me habían dicho que con los extranjeros son mucho más tolerantes que con los propios mexicanos, pero en todo momento era consciente de que no dormiría encerrado esa noche, pues como último recurso me llevaba a la policía a un cajero y les entregaba su mordida calentita, pero no hizo falta. Chabela que hasta ahora había permanecido callada y quieta en el coche por expreso deseo mío, que pagado de mi buen hacer pensé que solito podría arreglarlo, salió como un Miura del carro, empujó a un policía y se dirigió al que mayor énfasis estaba demostrando por llevarme preso. Con estas palabras y cito textualmente, hizo su presentación:

- Puto pinche pelado, se va a llevar a su chingadera madre -, no sabría describir en estos momentos la magnitud de mi acojonamiento, ahora si que me veía preso, condenado a trabajos forzados y torturado. Y añadió, - ustedes no saben un carajo quien soy yo. Soy la pequeña de los Sánchez y prima hermana de Costilla -.

En ese momento se les desfiguró la cara, de forma patética y sumisa nos comentó el antaño más valiente con voz temblorosa que lo hacían por nosotros, que sólo hacían cumplir la ley, aunque no contestaron cuando ella les preguntó que cuánto costaba esa ley. Fue alucinante, me sentía el amo del mundo con mi nueva familia de adopción, estuve a punto de decirle al policía que fuese con cuidado conmigo, que no quería que esto sucediera de nuevo, pero al final pudo más la sensatez y me limité a comentarles que no había pasado nada, que sólo fue un advertimiento por su parte y otro por el de ella. Me senté de nuevo en el coche, abrí otra cerveza ya que la primera se había calentado y triunfante contemplé como se alejaba la policía dedicándonos una forzada sonrisa. No es para menos, Miguel tiene completamente comprada a la policía, a los jueces y a cientos de personas, si me hubiesen llevado preso, seguramente él lo hubiese sabido antes de llegar a comisaría, y si así lo decidía los dos policías estarían muertos antes de llegar a sus casas. Cualquier cosa que le pudiese pasar a su familia lo toma como algo personal y más si es algo relacionado con su prima preferida. Miguel tiene una ristra de asesinatos, extorsiones, secuestros y sobornos que le ha otorgado fama a nivel mundial, se cuenta como una de las personas más buscadas en varios países, entre ellos en los Estados Unidos. Es un hijo de puta prepotente que tiene su imperio desde antes de los treinta años y ahora con casi cuarenta cuenta con una impresionante organización, entre los que se cuentan decenas de sicarios, casas, negocios, una flota de más de cuarenta coches, un barco y un helicóptero. Es un hombre bastante atractivo, alto para la media del país, moreno y con un gran bigote, su aspecto estaba muy cuidado, buenos trajes, mucha joya y su inseparable cuerno de chivo (recortada) por si fallaban sus escoltas. A pesar de todo no se metió para nada en mi relación con su prima ni con mi persona, es más no me dirigió la palabra ni una sola vez, aunque por medio de la familia me pude enterar que no entendía por qué su adorada prima estaba liada con un pinche extranjero. Lo cierto es que no acabé de estar del todo relajado en ese estado, así que cuando su padre dejó de cagarse en los pañales le comuniqué a la familia que me marchaba.

La noche antes de partir a mi cuartel general decidimos salir a celebrar el fin de mis días en tierras norteñas. Tras demostrar que indistintamente a la latitud y la altitud, cuando uno es torpe en ningún sitio baila bien, acabamos en casa de Fernando, un amigo y medio novio de la hermanaza de Chabela. Lili con treinta años es la “pequeña” de la familia Sánchez, más de cien kilos de justificado complejo hacían de esta mujer el auténtico antídoto para la lujuria. La cuestión es que esa noche empezó muy bien, con bromas, risas y promesas de amistad vitalicia, pero nada más lejos que eso. Resumiéndolo todo, la bebida pudo más que mis contertulios y mientras las hermanas Sánchez aprovecharon su estado para ausentarse de sus cuerpos, mi nuevo amigo Fernando me propuso una vencida (pulso), yo consciente de que no por fuerza sino por vergüenza no solía perder nunca en este tipo de demostraciones le acepté el reto. Las hermanitas se encargaron de crear el clímax, Chabela apostaba por mí y la hermanaza por Fernando. Cinco minutos después le había ganado en tres ocasiones consecutivas, detalle que junto mi consiguiente burla exagerada por el alcohol, le hirió en lo más profundo su corazoncito. En un primer momento no podía presentir nada, de nuevo nos sentamos en la moqueta del salón que improvisamos como lugar de confidencias y seguimos platicando y bebiendo, hasta que se acabó el combustible y Fernando propuso que le acompañase a por más bebida. Al decirle que mejor que no, que habíamos bebido mucho y no era buena idea coger el coche, aprovechó para vomitar todo el rencor que causado por su propia frustración había acumulado hacia mi persona. Empezó diciendo que en su país estaba muy mal visto rehusar una propuesta, por mi parte le contesté que en el mío estaba mal visto conducir borracho, la cuestión es que el hombre utilizó esta excusa para mostrar el odio que nació tras las malditas vencidas. Después de diez minutos de insultos mutuos, amenazó con dispararme con el revólver que dos horas antes, cuando éramos amigos me había enseñado. La amenaza me la tomé en serio, tres segundos más tarde estaba dos pisos más abajo, esperando que la hermanaza lo tranquilizara y sellando sin un adiós mi fugaz amistad.

Tras esa noche me despedí. Durante la mayor parte de mi estancia en este estado padecí una ansiedad que no sentí en ningún otro lugar, estaba incómodo, por un lado la inseguridad de este pueblo se palpaba en el aire, cada cien metros te encontrabas con bandas rompiendo coches, bebiendo o dándose palizas. También me cansé de la familia de esta chica y su descarado intento de aparejamiento en el que me llegaron a ofrecer a cambio de sellar nuestro amor de forma definitiva en un papel, una casa, un jeep, y el viaje de novios pagado al lugar que yo quisiera, entre negocios y otras cosas. Para rematar me encontraba en el lugar más feo de todo este país, en una tierra árida, una gran extensión completamente plana sin ningún encanto y con un calor infernal. Una muy mala planificación urbana, el tráfico, los semáforos, el tipo de gente que habita esta ciudad, todos contribuyen a crear en este lugar una etapa de paso en la que no destacar nada positivo, salvo en mi caso que descubrí las mejores nieves (helados) que he probado en mi vida. En casa de la familia Sánchez se creó una especie de competición entre las seis hermanas por demostrar quien cocinaba mejores platos, yo ayude a crear el espíritu de esta competición. Lo cierto es que han estado educadas estas chicas con el fin de cuidar a sus parejas y desvivirse por satisfacer los deseos del hombre, se criaron en un entorno completamente machista del que saqué todo el partido que pude. La cuestión es que disfruté comiendo como no está escrito, que bien cocinaban todas, la mejor sin duda es Estela, la madre del clan que también se apuntó a la demostración de dotes culinarias, dejando en segundo término a cualquiera de su alumnas. Al margen de la comida, pienso que no hay nada más que poder resaltar como parte positiva de este pueblo, exceptuando los días en el restaurante de la playa y una mañana que la dediqué a hacer submarinismo en un lago precioso al oeste de la federal que lleva a Monterrey. Un lugar muy idílico, escondido entre cientos de árboles y cubierto de vegetación, el sol se filtraba entre las hojas reflejando su luz en el agua, dándole una imagen de transparencia única, era un espejismo en medio de ese pobre paisaje. Me explicaron que aprovechando la forma alargada de este lago, las bandas especializadas en el tráfico de personas hacia los Estados Unidos, viéndose en ocasiones informados acerca de controles del ejercito en diferentes puntos de la frontera, desviaban sus camiones a este lago, los pobres infelices que formaban el cargamento lo cruzaban pensando que se trataba del río Bravo, para deshacerse en la más absoluta humillación al descubrir el final de su estúpida aventura. También se han dado casos en otros puntos de la frontera, que ante el peligro de algún control los camiones han sido abandonados en mitad del desierto, cociendo su cargamento bajo más de sesenta grados. La carencia de sensibilidad es el rasgo común que identifica la totalidad de las historias de las que me empapé en este lugar olvidado del mundo.

Por fin me encontraba en el camión, recorriendo los más de mil kilómetros que me separaban de mi destino y acompañado de una Chabela que impuso su compañía en el último momento. Sin ninguna pena por la despedida me dediqué a planear mi inminente viaje a Veracruz, que se había convertido en el lugar que prioricé conocer tras la habitual parada en San Luis para repostar energía y analizar con detalle el exótico recorrido.

III

Tenía demasiadas ganas de esa aventura, por lo que sólo dejé transcurrir un par de días y de nuevo me encontraba sentado en un camión de Estrella Blanca con destino a Tampico. Una ciudad importante de Tamaulipas y lugar de obligado paso para llegar a Papantla, nombre que recibe el pueblo que inauguraría mi estancia en el estado de Veracruz. Éste término es con el que los primeros pobladores de estas tierras, los totonacas, bautizaron su nueva aldea y significa “mucho de ... papán”, la terminación tla hace referencia a la cantidad mayor de una especie animal y papán es como se conocía a un ave muy típica en esta zona y que emite un sonido similar.

Una oportuna llamada de don Antonio a su hija el día antes de partir de viaje me dejó sin mi compañera de fatigas, detalle que agradecí con todo mi alma. El padre había recaído por lo que ella volvía al norte mientras que a mí me esperaba el sur. Lo cierto es que Chabela se convirtió en una buena amiga, me hacía compañía y lo pasaba bien con ella, pero insistía en una relación imposible que me resultaba del todo agobiante . Mi dilema antes de cada viaje era escoger el momento justo en el que a ella no le fuese bien y lo conseguí en el setenta y cinco por ciento de los casos. ¿Cómo le decía que prefería viajar solo?, no estaba en situación de hacerla enfadar, apenas la conocía y no sabía que podía ser capaz de hacer o decir a la familia. Así que lo que intentaba hacer era que fuese ella la que además de no acompañarme casi nunca se sintiera culpable por dejarme solo, y lo cierto es que lo conseguí. Esta chica es tres años mayor que yo, rubia de pelo rizadísimo y muy blanca de piel, un don en este país racista en el que al mulato se excluye de forma más o menos sutil de la vida de los caucásicos. Demasiado alta para mi gusto pero bien proporcionada y de un atractivo variable según el día, de fuerte carácter y sumisa a la vez.

Tres años antes sufrió un accidente con su ranchera del que a día de hoy nadie entiende como pudo salir con vida, excusa ésta para que toda su beata familia lo considerase un milagro. Lo cierto es que era difícil de creer, un día despertó en un hospital de Monterrey tras dos meses en coma, le habían extirpado el bazo, tenía un riñón inservible y el hígado destrozado, se había roto un brazo, las dos pierna, tres costillas, una de éstas se le clavó en el pulmón provocando una perdida de su capacidad respiratoria, el omóplato y la clavícula. El estómago se lo destrozaron con la medicación y en su cuerpo aparecieron más doscientos puntos de sutura que no estaban antes de quedarse dormida dos meses atrás. El médico que obró el milagro y por el que recibió premios y aumentó su prestigio fue quien meses más tarde sería su pareja. La operó en seis ocasiones, todas a causa del accidente y todas con éxito, hasta que Miguel lo contrató como médico de cabecera de la organización que dirigía.

Siempre viajaba de noche, de esta forma resultaba más fácil dormir y también ahorraba en el hotel. Ahorita estaba amaneciendo, desperté hacía más de una hora y contemplaba el alba desde una playa de Tampico donde me senté a desayunar en una terraza junto al mar, mientras una pesadísima mesera (camarera) se esforzaba en encontrar algún motivo para platicar. El tiempo transcurría con su monótona rutina, acercándome cada vez más a la hora que marcaba el boleto del camión que me llevaría a Veracruz.

Tres horas más y al fin llegué a mi destino, aquí el mundo había dejado de girar hacía siglos. A pesar de ser Papantla la poseedora de uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del país, el Tajín y por consiguiente reciben del turismo un porcentaje importante de sus ingresos económicos. Hay que admirar el esfuerzo que los indios Veracruzanos destinan a mantener sus tradiciones, es éste uno de los pocos lugares en los que aún se comunican mediante uno de los dialectos derivado del náhuatl (antigua lengua pre-hispánica). Lo cierto es que cuando uno piensa en este país sin conocerlo, lo hace proyectándose en la mente la imagen de un pueblo como Papantla, de gente amable, de calles llenas de vida, de hombres chaparros y fuertes, de mujeres bonitas y alegres. Todo es una explosión de colorido, tanto en los vestidos de las mujeres ya que los hombres visten con el tradicional y riguroso traje blanco, como en los balcones que parecen competir por poseer las flores más hermosas. Las casas se alineaban una tras otras al margen de las empinadísimas calles que dividían el pueblo, eran todas bajas, uno o como máximo dos pisos y estaban hechas de una especie de barro coloreado de diferentes colores. En los alrededores de este pueblo vive la gente más humilde, los pobres entre los pobres, viven en pequeñas cabañas de paja, sin ninguna comodidad y con la triste misión de salir cada día sin saber dónde para poder alimentar a sus familias. Esta gente vive en unas condiciones durísimas, en cambio sin que esto les sirva de consuelo a ellos, habitaban lugares en los que parece que nunca nadie hubiese estado, pequeños descampados en medio de la selva, al pié de alguna cascada de las que parece caer el agua del cielo o al margen de algún precioso río, acompañados de su miseria y consolados por el orgullo de poder vivir un día tras otro. Esto hay que conocerlo, un mosaico de tonos verdosos amenizado con el sonido de decenas de animales que no deseas ver, en uno de estos lugares en los que sorprendí a la gente cumpliendo con su rutina diaria empecé a pensar en mi tío Antonio, me preguntaba si habría estado aquí y cómo sería esto cuando lo conoció, estoy seguro que no ha cambiado mucho y que seguramente hace medio siglo se encontraba emocionado igual que yo por lo que nos ofrece esta tierra.

Era media tarde cuando llegué al pueblo, por lo que tras cerrar un par de cantinas decidí dedicarle mi descanso a la fracción de noche que quedaba, al día siguiente tenía planes y quería estar descansado para el Tajín. Llegué al hotel en el que alquilé un cuarto al momento de bajar del camión, tras abrir todas las ventanas y encender los dos ventiladores me tumbé en la cama y me dejé abrazar por la pasión de un sueño ansioso por revivir todas mis emociones.

El día siguiente amaneció con algunas nubes que se fueron disipando a medida que transcurrían las horas. Durante la noche refrescaba, pero fue al quedarme inconsciente cuando cayó algo de agua, siendo su consecuente bajada de temperatura lo que me desmotivaba a darme la ducha de todas las mañanas. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré frente a mi una regadera (ducha) con dos llaves, eso no podía ser para otra cosa, pero no quise echar las campanas al vuelo y quise asegurarme, le di una vuelta y media al grifo izquierdo y esperé. Tardó un poco, pero tras dos minutos de intriga mis manos empezaron a sentir el agua templada en proceso ascendente, térmicamente hablando. No me lo podía creer, estaba bajo un chorro de agua ardiendo, mi primera ducha caliente en mis dos meses de estancia en México. Nunca pensé que algo tan sencillo, tan normal como una ducha de agua caliente pudiera crear tanta nostalgia y a la vez producir tantas sensaciones.

Más desinfectado que nunca y con la curiosidad por conocer las casitas totonacas, hice mi primera parada en la oficina de información al turista, lugar de paso obligatorio en la mayoría de los pueblos que visité. La oficina era una pequeña estancia situada en el ala oeste de un viejo museo de arte veracruzano. Formada por cuatro paredes sin absolutamente ningún detalle decorativo, más que un plano del pueblo que servía para tapar una mancha de humedad que luchaba por dejarse ver. Una tabla de conglomerado sujeta por dos caballetes, una silla octogenaria y una señora de la misma edad adormilada sobre ella, componía todo lo que ocultaba el cuarto que tras el rótulo de oficina de información se escondía como un trastero de este insulso museo.

Pletórico de información me dirigía a la parada de camión que me había indicado Marina, que es como se llama o a estas alturas llamaba la señora que me atendió en la oficina. El nombre de la señora me recordó una anécdota que me había contado Moisés hacía unas semanas. Cuando Cortés llegó a estas tierras, impotente para poderse comunicar con los nativos, decidió secuestrar a una mujer y enseñarle a hablar nuestra lengua para después usarla de interprete. La chica que escogieron era una esclava Jamaicana que tras salir con su marido y otros diez hombres a pescar, se vio a la deriva de una marea caprichosa que los empujó hasta estas tierras. Las tribus que las habitaban sacrificaron a todos los hombres dejándola a ella como esclava. Malinque o Malintzin era el nombre de la mujer, que la limitada capacidad de nuestra representación patria no fue capaz de memorizar y terminaron llamándola Marina. Cuentan que entre el conquistador y Marina creció una especie de amor platónico imposible de ser reconocido, pues ella no era más que una “salvaje”, pero esta infiel fue la que acompañó a los españoles en su cruzada, mostrándoles los secretos de los diferentes pueblos que iban conquistando.

Unos metros antes de llegar al lugar donde me esperaba el camión, se cruzó en mi camino un señor bastante mayor que me invitó a desplazarme en su colectivo, éstos son una especie de furgonetas, en su mayoría reliquias de mitad del siglo pasado que las han adaptado para el transporte de personas, son vehículos especialmente incómodos, cuando ocupaban todos los asientos la gente viaja de pie, subidos al techo o sujetos en los laterales del automóvil, apoyando los pies en una especie de repisa que improvisan con una tabla de madera y un par de cuerdas. Tras recorrer diez kilómetros entre indios sudorosos que subían y bajaban del colectivo en los diferentes lugares de esta selva, para trabajar en los pequeños trozos de tierra que poseían y tras comernos miles de curvas y no despreciar ningún bache llegué al Tajín. Las ruinas de esta ciudad totonaca llevan el nombre del dios del rayo y de la lluvia, Tláloc. El Tajín ejerce una particular fascinación, sobre todo el “soplo vital” de su arquitectura, como lo definió el poeta mexicano Octavio Paz, caracterizada por la búsqueda de grandes contrastes de luces y sombras, el arte de un pueblo que emerge de entre la selva recordándonos lo desafortunado de la conquista.

Una frase me llamó la atención, la leí varios meses después de mi estancia entre totonacas, en Morelia, capital del estado de Michoacán y cuna del gran revolucionario José María Pavón Morelos. Situada sobre la puerta de la que sería en una época pasada la estancia de Morelos, rezaba así:

“Temamos a la historia que ha de presentar al mundo el cuadro de nuestras acciones”.

Esta frase la pronunció muchos años después de la llegada de los conquistadores, en plena lucha por la independencia de éstos, pero pienso que es muy apropiada de cara a describir el crimen tan inconmensurable que en estas tierras llevaron a cabo los españoles.

El inicio de la edificación de El Tajín se remonta a los últimos siglos antes de Cristo, pero la arquitectura que hoy podemos contemplar data del siglo VI d.C. Abandonado algún tiempo tras la llegada de los españoles, a finales del siglo XVIII fue nuevamente descubierto, aunque las primeras excavaciones científicas no se realizaron hasta 1934. Una característica significativa de este lugar es la particular disposición de los edificios, levantados desordenadamente sobre una sucesión de plataformas escalonadas y terrazas artificiales según una estructuración urbana que recuerda la de los recintos mayas. La construcción estrella de este complejo arqueológico es sin duda la Pirámide de Nichos. Es el máximo exponente de la arquitectura totonaca, de dimensiones reducidas y parcialmente destruida en los niveles superiores, la simbología del culto al Sol en esta pirámide queda testimoniada en el número de nichos, que incluidos los ocultos bajo la escalinata hacen un total de 365. Todo el recorrido fue amenizado por un agradable guía que contraté tras diez minutos regateando el precio de sus servicios. La visita me llevó toda la mañana, un bocadillo y parte de la tarde y tras los diez kilómetros de vuelta con las mismas curvas, los mismos baches y los indios más sudados llegué de nuevo al pueblecito de Papantla, donde tras cerciorarme que el agua caliente no había sido una ilusión, me duché por segunda vez y bajé a la calle a romper corazones.

Entre José Cuervo en la copa y los mariachis en el ambiente conseguí los favores en forma de besos de una incauta veracruzana que se atrevió a sonreírme. Tras varias copas, un paseo y mil mentiras la encerré en mi habitación, bajé la persiana para alargar la noche e hice mudo el despertador. Todo estaba preparado menos ella, haciendo que el conformismo del que siempre escapé se aposentase en mi entrepierna dando por bueno los cuatro besos que le conseguí robar.

Me desperté la mañana siguiente envuelto en una espectacular tormenta que a intervalos relativamente cortos se prolongó durante todo el día, obligándome a dedicar esta jornada a la visita de museos, parques y demás muestras culturales del pueblo. Tuve suerte, ya que en la mayoría de ocasiones estas tormentas suelen durar días e incluso semanas, pero esta se disipó al día siguiente para dar paso a un sol con ganas de venganza.

En la oficina de turismo me informaron de una playa completamente virgen que se encontraba al sur del pueblo en dirección a Xalapa, por lo que me puse de nuevo a la caza y captura de algún conductor de colectivo con quien negociar el precio del transporte, tras rechazar la oferta de los dos primeros me fui a mitad de precio con el tercero. La playa era preciosa, una extensión de arena blanca y fina sin final, comida por un pacífico océano Atlántico de agua transparente y templada, con la única compañía de mi soledad me desnudé y me sumergí bajo la sombra de unas palmeras que se proyectaba sobre el mar. Sentado en el agua, observaba las palmeras nacer de la misma arena inclinándose sobre mi, sólo rompían esa sensación de absoluta paz los ocasionales sonidos de algunos animales que se escondían tras la vegetación y la visión de las diferentes aves tropicales que se desplazaban sobre mí. La única pincelada negativa de este paraíso es la presencia en gran cantidad de tiburones que han impuesto su reinado en estas aguas, por lo que me impuse el límite de profundidad hasta los testículos no llegando el nivel del agua en ningún momento al ombligo. Con la única compañía de cangrejos y pelícanos me despedía de esta playa en mi paseo de vuelta al punto donde me aseguraron que pasaban los colectivos.

Se había hecho tarde así que decidí dormir la última noche en el hotel antes de partir al día siguiente con dirección a Tecolutla (mucho de ... tecolotes), los tecolotes son una especie de aves carroñeras que habitan estas tierras. Este pueblo es con diferencia el más bonito de los que conocí en Veracruz, la descripción podría ser una copia del anterior, pero este se encontraba construido junto al mar y rodeado de manglares. Es un pueblo de pescadores muy alegre y bastante pobre, no reciben apenas turismo por lo que es más fácil empaparse de la más pura forma de vida de estas personas. Tras rentar una pequeña habitación junto al mar me decidí por un paseo por los muelles del puerto, cuando me asaltó Pumupi, que es como decía llamarse el patrón chaparrito de la embarcación que se ofreció para pasear entre los manglares. Le aseguré que hoy no iría a ningún sitio, pero que probablemente realizaría ese paseo al día siguiente.

Casualmente descubrí este lugar a mediados de agosto, el día de Santa Virginia, patrona del pueblo y a quien cada año veneran con una gran fiesta en la que no faltaban mariachis, tequila, mujeres y comida gratis. La celebración no empezaba hasta las nueve de la noche, así que me dediqué a dar vueltas por el pueblo admirando la exquisita sencillez con la que se levantaba a la orilla del mar.

En un antiguo embarcadero de madera reconvertido en restaurante hice mi primera comida en el pueblo, con el único sonido del mar y los lejanos gritos de unas gaviotas que exigían su comisión a las barcas que regresaban de pescar. Después de comer y tras dedicarme una justa siestecita, quise conocer una misteriosa exposición de fauna autóctona que se anunciaba en un viejo cartel que colgaba del enorme pino que presidía la plaza principal. El museo era horrible, un conjunto desordenado de tarros que conservaban los cadáveres ahogados en formol de diferentes especies de la fauna autóctona. Los animales aparecían medio podridos, amontonados unos sobre otros ofreciendo una macabra escena, no había ninguna intención por parte de los taxidermistas de darles la forma que deberían tener en su estado natural, era claramente una exposición de cadáveres disecados. No tardé en recorrer el “museo” y me dirigí a la plaza donde organizaban la celebración. La fiesta había empezado sin esperarme, así que rápido me presenté en el lugar donde repartían la comida, que siendo gratis deduje que sería el primer destino de los aldeanos. Aún tenía el estómago algo revuelto por mi experiencia cultural en el museo, pero consciente de que lo que no comiese ahora más tarde lo tendría que pagar me lancé sobre los burritos, los tacos, las quesadillas, los frijoles y todos los manjares con los que honré a Virginia y su santidad.

Me acerqué hasta el muelle con la intención de materializar el paseo entre manglares que Pumupi me había propuesto el día anterior. Nunca mostraba demasiado interés cuando quería contratar a alguien, era más fácil negociar desde la aparente indiferencia, por lo que me limité a quedarme sentado en el muelle esperando a ser descubierto por mi futuro patrón. Distinguirme a mi entre el resto de personas que habían en ese pueblo no era complicado, y cuando lo hizo no tardó en presentarse de nuevo y ofrecerme su embarcación para adentrarnos en la más pura selva a través del mar. Le comenté que no estaba seguro de querer hacer este viaje pero pregunté el precio que cobraba por sus servicios, tras su respuesta me negué de buenas maneras excusándome en mi falta de solvencia. El hombre se marchó, detalle que yo esperaba al igual que verlo regresar a los cinco minutos para preguntarme cuanto estaba dispuesto a pagar.

Que paz, me encontraba en una especie de crucero privado que conseguí a mitad de precio, adentrándome a través de los manglares en una de las selvas más espectaculares de la Tierra. Entré en un mundo en el que nada estaba por casualidad, un ecosistema único e independiente que no necesita más que la vida que el mismo crea. Los árboles mostraban sus raíces sobre el agua, dando la sensación de hilos de cera solidificados bajo unos troncos que parecían derretirse. Bajo la aparente tranquilidad de la frágil embarcación se escondían cientos de cocodrilos que habitan esas aguas semi estancadas, durante la casi totalidad del recorrido estuvimos cubiertos por árboles que formaban sobre nosotros un techo natural con todo tipo de animales que parecían espiarnos. Con la ayuda de la trabajada vista de mi patrón por un día, pude observar entre otros bichos a monos, serpientes, cocodrilos, cangrejos, todo tipo de aves exóticas y arañas, una de las cuales resultó la tarántula más venenosa de todo México. También me ilustró con un sinfín de plantas que vivían en esos parajes, como una curiosa orquídea que crecía sobre los troncos de los árboles o una flor en forma de plátano que al “pelarlo” mostraba cientos de estambres amarillos en claro contraste con la hoja roja que los escondía. Todo era tan espectacular, que en ocasiones me sorprendía pensando si realmente podía ser verdad. Terminé mi paseo envuelto en una especie de alucinación post-traumática causada por las maravillas que acababa de contemplar.

De nuevo me senté ante otra suculenta comida corrida (menú) que me sirvieron en el mismo restaurante del día anterior. Estaba recreándome en el postre cuando observé a lo lejos una chica que parecía estar pescando, por lo que tras permitir al mesero que amortizase mi sustento me acerqué a ella. No recuerdo como dijo que se llamaba, era una chica bajita y muy morena de piel, con una infinita melena que apenas cubría su rasgada mirada, una preciosa india que escondía su belleza tras unos harapientos trapos que deslucían la colección de colgantes y pulseras con los que se adornaba. No estaba pescando, sino preparándose para salir a cazar, trabajaba con sus padres capturando los cocodrilos que se acercaban demasiado al pueblo, lo cierto es que era excitante ver esa chica de no más de cuarenta kilos cazando esas bestias como profesión, pero no era más que una desagradecida que no sucumbió a mis encantos. En mi primer y último intento por seducirla terminé con un cocodrilo de medio metro encima, además siempre iba cargada con machetes y cuchillos por lo que prudentemente esperé que fuese ella la que diera un primer paso que nunca dio.

Encontré en este pueblo el lugar perfecto para olvidarme del mundo y relajarme, en el caso de que en algún momento hubiese dejado de estarlo. Pasaron los días entre micheladas (cerveza a la que le añaden chile y especias), caminatas por el pueblo y paseos por un idílico océano acompañando a los curiosos pescadores que con mi plática engañaban su rutina. Era consciente de que me encontraba en un mundo esculpido por mis fantasías, pero aún quedaban muchos lugares por conocer, así que me puse de nuevo en marcha esta vez a Xalapa, bautizada como ciudad-jardín por algún nostálgico o futurólogo optimista.

El camión tardó cinco horas en recorrer el trayecto que me separaba de la capital y de nuevo entraba en una ciudad desconocida, con los ojos muy abiertos y la cartera bien escondida. Esta ciudad no me gustó, era demasiado grande y no supe encontrarle ningún encanto, no es que fuese excesivamente fea, pero ya se veía el destructivo paso de la civilización, a pesar de sus discretos parques, contaba con edificios bastante altos y muchísimos vehículos que hacían de esta ruidosa capital un ejemplo del despropósito del hormigón sobre la selva.

Lo más destacable de la capital es su Museo de Antropología, el más importante del país exceptuando el de México D. F. A la riqueza de sus colecciones formadas por los descubrimientos arqueológicos de Veracruz se añade una espectacular exposición gráfica.

La gran joya de este museo son las cabezas colosales de la cultura Olmeca (1500 al 200 a.C), se caracterizan por la utilización de piedra de origen volcánico y por sus rasgos negroides, se especula que son representaciones de jugadores de pelota, soberanos o guerreros.

Una de las pocas noches que le dediqué a esta capital, descubrí una cantina en la que jóvenes promesas de la música veracruzana nos dedicaban sus repertorios, casualmente esa noche le tocaba a un hombre con poca pinta de mexicano y menos acento, que marginando sus propias creaciones nos deleitó a sus más entregados seguidores con todo un repertorio de Joaquín Sabina, el auténtico amor de mi vida. En el mismo hotel decidí modificar el plan de viaje que me había preparado unos días antes en San Luis, me encontraba en el centro del estado y según las noticias meteorológicas, el sur estaba siendo barrido por un vendaval que no tenía intención de detenerse, por lo que me ví obligado a sustituir las embrujadas lagunas de Coatzacoalcos por Puebla, despidiéndome de esta manera de la “Villa Rica de la Vera Cruz”, que fue como Cortés decidió que se llamaría ese primer asentamiento español en tierras mexicanas.

Esta vez dejaba a mi espalda el Atlántico con sus selvas imposibles y ponía rumbo a los espectaculares bosques que cuentan posee el estado que marcaba el final de mi próxima etapa. Puebla es un valle fértil escondido entre altísimas cimas volcánicas, al oeste tiene el Izataccíhuatl y el Popocatépetl, al este el Malinche y al sur el Citlaltépetl). La ciudad de Puebla es la capital del estado homónimo y está construida a más de dos mil metros de altura por la gracia del obispo Julián Garcés, a quien se le aparecieron en un sueño los ángeles que le indicarían el lugar exacto en que debía de construirse la Ciudad de los Ángeles, más tarde bautizada como Puebla de los Ángeles. La ciudad ha crecido muchísimo en los últimas décadas, superando el millón de habitantes, aunque este crecimiento no ha perjudicado el aspecto colonial del casco antiguo, que se caracteriza por la infinidad de color que exhiben los azulejos de la cúpula de las iglesias y las fachadas de los palacios con sus balcones de hierro forjado. Es la ciudad criolla (aquellos nacidos en Hispanoamérica descendientes de padres europeos ) por excelencia, donde el encuentro entre la cultura española y la autóctona alimentó la exuberancia ornamental de la arquitectura barroca. Lo cierto es que le encontraba muchas similitudes a Xalapa, las dos eran ciudades en claro proceso de expansión que luchaban por preservar su riqueza natural a modos de parques y jardines, mientras destrozaban los bosques que inocentemente crecían a su alrededor. De nuevo me encontraba inmerso en una ciudad contaminada, con miles de coches formando una especie de procesión desordenada a diferentes destinos y edificios altos y sobrios que contrastaban con el legado colonial.

Mi primera misión como siempre fue la búsqueda de un hotel económico. Con paciencia y la ayuda de mi incondicional trotamundos, que en contra de mis deseos me acompañó por expresa y reiterada petición de mi cuñada, encontré en el hotel Colonial, edificio histórico de la época que hace referencia su nombre, las cuatro paredes que serían las escogidas para velar mi sueño. Tras descargar la mochila, me dediqué al tradicional rito de esconder el dinero por la habitación, los lugares fueron escogidos por la necesidad y modificados por la experiencia. Escondía una cuarta parte de mi fortuna en las barras de metal huecas que servían como soporte para las cortinas, en más de una ocasión tuve que romper esta barra para ocultarlo. Otra fracción la solía esconder dentro de un bote de jabón que compré especialmente para este fin, era el más barato que encontré suponiendo que nadie se lo llevaría impotente de encontrar dinero, lo vacié de jabón y lo llené de arena para compensar el peso, convirtiéndose en una improvisada hucha. En el pliegue genital de unos calzoncillos sucios escondía la última parte del capital que dejaba sin vigilancia, ya que el resto lo llevaba yo, la mitad en el calcetín y la otra en la cartera, era ésta la que estaba mentalizado a ofrecer a quien me intentase asaltar. La comida en Puebla tiene fama de ser una de las más deliciosas del país, fue aquí donde probé una especie arroz quemado que resultaron ser hormigas fritas, también figura como plato típico una especie de gusano que dicen es muy sabroso pero que yo no tuve huevos de probar. Para los más escrupulosos está el reconocidísimo mole poblano que tampoco me gustó, por lo que seguí fiel a los tacos, los burritos y las quesadillas.

Con el estómago seleccionando los nutrientes que no darían forma al resultado final de mi aparato excretor, decidí conocer el zócalo y la espectacular catedral poseedora de las dos torres más altas del país, desgraciadamente éstas tenían prohibido el acceso a causa de un terremoto que unos años antes se ensañó con esta ciudad, creando un conjunto de casas en ruinas que componen ahora uno de los pocos atractivos con los que ofrecen sus servicios de guía los más espabilados del pueblo. La cuestión es que las torres sufrieron serios desperfectos de los cuales hoy en día aún no se han recuperado, también me hacía ilusión visitar el Popocatépetl, pero el omnipotente ejercito de este país no lo permitía excusándose en una continuada actividad volcánica que amenazaba con posibles erupciones, sin la posibilidad de admirar el pueblo desde el campanario y con la inoportuna prohibición de acercarme al volcán, en una ciudad que no me gustaba y con el dinero calculado para este viaje llegando a su reserva decidí dar por finalizado mi presencia en este lugar, dedicando el resto del día a conocer más o menos la capital y con la mirada puesta en Cuetzalán, un pueblecito de este mismo estado situado a seis horas al norte. Supe de su existencia gracias al pisoteado prospecto de un hotel que encontré bajo los pórticos de la catedral. Pregunté por este pueblo y resultó ser el lugar donde los indios de los diferentes poblados se reunía para intercambiar sus artesanías. Sonaba bien, por lo que encontré estúpido alargar mi estancia en Puebla, reservando esa misma tarde el boleto que me permitiría conocer al día siguiente ese prometedor pueblecito. La noche transcurrió a partes iguales entre la surrealista plática de un alcohólico mesero en su sucia cantina y el sueño sin descanso con el que el viejo colchón del hotel me supo torturar.

Es cierto que sólo son seis horas de viaje, pero seis horas de insufribles curvas entre espectaculares precipicios que no osaba contemplar, seis horas sin una meada y sin una triste parada donde estirar mis encartonadas piernas, todo un calvario que se acrecentaba cuando pensaba que la única forma de salir del pueblo al que me dirigía era volviendo a Puebla. A mitad del recorrido decidí cerrar los ojos e intenté perder la poca consciencia que me quedaba, pero no fue así y me comí las seis horas entre las más incontrolables ganas de vomitar.

Lo había conseguido, el peor viaje de mi vida lo dejaba atrás con toda mi comida digerida o no, dentro del estómago. Recuerdo como me quedé sentado mirando al suelo durante más de media hora, pasado este momento de aclimatación levanté la cabeza, luego la mirada y más tarde el resto del cuerpo. Encontré la dirección del prospecto fácilmente y como el hotel era barato y además me gustó no fue necesario buscar más, así que tras el obligado ritual me encontré de nuevo en un pueblecito pequeño y lleno de gente extraña que me miraba como a un bicho raro.

Las casas son algo más altas, con gruesas paredes de piedra bajo los inclinados tejados de pizarra, las fachadas blancas y sin demasiado énfasis ornamental contrastaban con el intenso verde de los bosques que lo rodean. Hay dos iglesias, uno en el zócalo y otro en el cementerio, detalle que me llamó la atención pues me presenté en el pueblo convencido de que apenas habrían llegado hasta ahí las malditas cruces, pero es cierto que a pesar de su conversión en el resto de su actividad diaria se mantenía fiel a su costumbres. La iglesia del cementerio dominaba todo el pueblo y las montañas, pensé que tendría que ser precioso contemplarlo todo bajo ese prisma por lo que me puse manos a la obra. Desde el centro del pueblo se veía el campanario lejos, pero no tanto. Llegué rendido, son calles exageradamente escarpadas, una especie de laberinto de casas que tras una semana de estancia en el pueblo no conseguí memorizar. Pero lo había conseguido, me encontraba ante el arco peraltado que daba acceso al enorme panteón, cruces y flores coronaban el áspero aroma que augura nuestro final, condenados entre pena y llanto a la eternidad se escondían unos féretros que parecían olvidados tras las derruidas lápidas que los identificaban, mientras sus epitafios, borrados por el tiempo parecían despreciar las fotos antiguas y las flores marchitas que los pretendían recordar. A lo lejos una silueta me llamó la atención, era una anciana que inclinada ante una cruz entonaba una melodía, era la forma de rezar de una mujer que ya no es madre a una vida que ya no estaba.

Estuve paseando y curioseando por el panteón hasta recordar que tenía que encontrar al padre que me permitiría trepar hasta la misma campana. Ya había preparado mi disfraz de católico humilde e inocente, así que fue un acto reflejo el que un ateo de principios como yo se santiguase al entrar a la capilla sin dejar de mirar la figura arrodillada que supuse sería el padre. Me senté en uno de los bancos del principio y conseguí rezar sin que se me escapase la risa, el hombre estaba a los pies del altar, arrodillado con las manos entrelazadas y ausente de mi mundo terrenal. Tras cuarenta minutos de espera sin el menor movimiento de ese hombre decidí darle una patada al escandaloso banco de madera para acto seguido pedir perdón por el desafortunado incidente, pero se mantuvo abstraído en sus ruegos e ignoró mi patético intento de llamar la atención. Ya estaba aburrido de esperar y entre que sólo me conozco la primera mitad del Padre Nuestro y que no habían muchos detalles con los que distraerse decidí continuar curioseando por el cementerio. Unos minutos más tarde salía este hombre apoyado en el artesanal bastón del que se servía para caminar, lo cierto es que sí que tenía motivos para rezar, era un hombre mayor, muy delgado y con aspecto enfermizo, le faltaba un ojo y el que le quedaba apenas le servía, cargaba con una inmensa joroba que hasta el momento no había apreciado, pensé que la inclinación era la normal cuando uno se humilla ante el Señor. Me aproximé al anciano y tras felicitarle por lo cuidado que se veía todo, le pregunté si habría algún modo de poder disfrutar del pueblo desde el campanario. Me contestó amablemente que no lo sabía, que nunca había subido pero que eso seguramente me lo podría decir el padre. ¿El padre?, la madre que lo parió, más de una hora me llevó esperar que el hombre dejara de pedir milagros y resulta que no era el cura. Le pregunté ofendido que donde podía encontrar al padre, y me contestó que en la otra parroquia, inconscientemente miré hacía la iglesia que a lo lejos destacaba en el centro del pueblo y me dije que iría, pero aplazaría para el día siguiente el intentar subir de nuevo a este campanario.

Mientras paseaba entre las estrechas calles empedradas de este pueblo pensaba en que realmente esto es lo que yo necesito para ser feliz, la paz que me rodeaba, el aire, la sencillez de todo el mundo, pensaba que no era necesario nada más que un techo para ser feliz en este escondido lugar. Toda mi vida he luchado por conseguir retos, objetos en una carrera sin sentido contra mi mismo. Ahora valoro todo diferente, no encuentro sentido a la locura a la que prestamos nuestras vidas en mi mundo, vivimos esperando en lugar de aceptando de la gente a la que queremos, deseamos siempre más de lo que podemos alcanzar, luchando por metas lejanas e imposibles dejamos atrás sueños e ilusiones, consumimos la felicidad en pequeños sorbos que lejos de apagar la sed provocan la frustración de no valorar aquello que ya poseemos, olvidando como norma el encontrar la felicidad a lo largo de nuestro camino para buscarla siempre al final del mismo.

Perdido en mis pensamientos me dejé llevar por unas piernas que empujadas por el destino me condujeron a la otra iglesia, esta era mucho más nueva y grande que la del cementerio, mejor acabada y con todo tipo de vividores santificados expuestos en sus jaulas de cristal. Había muchísima gente, y esta vez si que estaba claro quien era el cura. Era un hombre joven de piel muy blanca, éramos los únicos en el pueblo de ese color, gordo y con aspecto de dejarme subir al campanario. De nuevo me hice la señal de la Santa Cruz y me senté a esperar que acabase con la misa que en esos momentos protagonizaba. Una vez terminada los presentes iniciaron una procesión con el padre a la cabeza que los llevaría hasta la otra iglesia en la que depositarían las velas y cirios que portaban en honor al recuerdo de sus difuntos. Era el segundo intento de mi vida por acercarme a un cura y volví a fallar, no pude hacer nada, iban todos concentrados en sus pecados, con las miradas ausentes y tarareando una especie de himnos que recitados al unísono los acompañaba hasta su destino. Encontré algo violento preguntar al cura en esas condiciones, así que lo dejé estar hasta el día siguiente. Después de Real de Catorce, que es un pueblo que visitaría a los pocos días de abandonar Cuetzalán, es el lugar que peor comí de todos los que estuve, tras varios intentos por hacerme con las especias típicas del lugar terminé como cliente fijo en una especie de taquería que preparaban algo parecido a la pizza y que no estaba del todo mal.

Este pueblo es bonito, pero seguramente me hubiese pasado bastante desapercibido en mi cuaderno de bitácora de no haber sido por sus montañas, que en el más puro estado, se mostraban con toda su fuerza por los alrededores, en forma de cascadas gigantescas, bosques impenetrables, majestuosas cuevas y miles de parajes donde querer parar el tiempo.

Con el crepúsculo terminaba cualquier oportunidad de diversión en ese pueblo. Era mi momento de reflexión, de valorar si todo lo que estaba conociendo, si todas mis vivencias, si todos mis miedos y todas mis alegrías servirían para algo o se convertirían en simples anécdotas con las que distorsionadas por el paso del tiempo, se utilizarían sólo para dar envidia a quien las quisiera escuchar. Aunque para ser del todo sincero he de reconocer que estos días no los dediqué en su totalidad al encuentro de mi verdadero yo, ya que el hotel disponía de televisión por cable y primero es lo primero. Sufrí una incipiente adicción por los canales de National Geographic, Discovery Channel y especialmente el de History, ya que entré más de cien canales no encontré ninguno porno. Nunca suelo dar demasiada importancia a los hecho que hubiesen podido acontecer con anterioridad a mi nacimiento, pero realmente este último canal consiguió transportarme a diferentes épocas y vidas. Ahora lo pienso y me hace gracia, una semana perdido en medio de la montaña, en un lugar con forma de sueño, y preocupado por no olvidar a las diez de la noche, en el canal 71, el capítulo que televisaban de la trilogía en la que convirtieron la vida de Rasputín.

Mi segundo día o el primero entero en el pueblo descubrí un detalle del todo desgraciado y desagradable, un porcentaje muy alto de la población autóctona sufría severas deformaciones, extrañas enfermedades, claras disminuciones psíquicas y en ocasiones todo junto. Mi primer encuentro con este triste porcentaje fue una mujer que se acercó a mí sonriente, no es que fuera muy atractiva pero mi inconsciente carácter seductor esbozó sin permiso una sonrisa en mi rostro. Se acercó y sin previo saludo me comentó que trabajaba con su tía y que llevaba el dinero en una bolsita atada en las bragas. La chica no parecía estar muy mal y yo pertenezco a otra cultura, igual de esta forma ofrecen su amistad en este apartado rincón del mundo. La cuestión es que tras esta y alguna explicación más que busqué en ese momento, la chica dio media vuelta, y sin darme la oportunidad de decirle adiós, salió a toda velocidad gritando de alegría ante la llegada de un camión. Por lo que comprobé más tarde, compartía su obligación de colaborar en el negocio familiar con la devoción de saludar al personal que viajaba en los camiones que llegaban al pueblo. El hecho es que todo el pueblo sabía que Angelica estaba como una puta cabra menos yo, así que decidí salir rápido del lugar donde tantas personas me habían visto ese conato de comunicación con la chica, dirigiéndome de nuevo al panteón con la intención esta vez de salir triunfante de la cruzada que me había impuesto. Encontré al padre de nuevo inmerso en sus actividades parroquiales aconsejando a unos fieles. Esta vez no se iba a escapar, esperé de nuevo sentado en uno de los bancos, esta vez del final para controlar mayor campo de maniobra. Los consejos se convirtieron en sermones y estos en un suplicio interminable que de no ser por mi desproporcionado orgullo me hubiesen hecho tirar la toalla. Por fin la pareja de abuelos que componía su público marchó y pude acercarme a este servidor de Cristo. Era el momento, me aproximé al padre con mi más humilde sonrisa y con toda la solemnidad de la que pude hacer acopio le comenté mi deseo de conocer este precioso pueblo desde el campanario. La humilde sonrisa desapareció al momento que me informó que no era el padre de esta parroquia, que únicamente se comprometió por un par de días a sustituir al padre José que se encontraba en Puebla por unos asuntos familiares y que él no disponía de la llave que daba acceso al campanario. Esto se convirtió ahora más que nunca en un reto personal, ya me importaban tres cojones la vista desde ahí arriba, ahora tenía que demostrar al mundo que lo podía conseguir. Le pregunté al suplente que cuando llegaría el oficial, al día siguiente por la tarde contestó. Me despedí del hombre consciente de que no tenía ninguna culpa del rencor que se estaba creando en mi interior hacia los responsables de transmitir la palabra de Dios en este pueblo. De nuevo salía de ese cementerio decepcionado, pero sabía que era cuestión de tiempo que consiguiera mi meta.

Entré en una especie de cafetería a desayunar y cuál fue mi sorpresa cuando en la carta que encontré sobre la mesa me ofrecía la oportunidad de saborear tostadas, pastas y galletas con mermeladas de todos los sabores que devoré a partes iguales entre el hambre y la nostalgia. Apunto de reventar me desplacé como pude al zócalo, donde la noche anterior me fijé que estacionaban varios colectivos. Junto a uno de éstos encontré en el suelo con la cabeza medio levantada por la gracia de un bordillo a modo de almohada, un hombre con las piernas amputadas y el cuerpo lleno de putrefactas costras, me pidió un dinero que a estas alturas del viaje y ya vacunado contra el mendigueo convertido en deporte nacional, se lo tuve que negar.

Me habían informado sobre unas cuevas muy interesantes que se encontraban a cuatro kilómetros al norte, no tenía otra cosa que hacer por lo que decidí visitarlas. El que no estaba dispuesto era el poco profesional conductor del colectivo, pues en su orden de prioridades antepuso su siesta a mi aventura. A modo de sutil amenaza le informé que estaría de nuevo en esa plaza pasada una hora y me fui pensando que no era extraño que fuese mal un país habitado por huevones como éste, pero enseguida advertí que esa negatividad por no hacer las cosas al momento no era más que secuelas de la vida que siempre he tenido, por lo que me resigné e hice ver que no importaba que el señor me ignorase por cumplir una de las funciones básicas, que aunque exageradas en algunas personas necesitamos para funcionar.

No habían transcurrido cinco minutos, ni cien metros de mi forzado paseo, cuando se acercó a mi un ser completamente deformado pidiéndome su limosna, no tenía pelo en la cabeza, ni cejas, ni pestañas y gracias a Dios llevaba la suficiente ropa como para no mostrar la dimensión exacta de su alopecia. Lo que en algún tiempo fue su nariz eran ahora dos macabros orificios que se exhibían sobre una boca sin labios, su cuerpo también estaba cubierto de costras por lo que sin pensarlo me lo quité de encima con diez pesos, no por que su estado hubiese hecho mella en mi sensible corazón sino por miedo a que no se fuese, no hubiese podido soportar esa visión muchos segundos más. Aceleré el paso hasta cerciorarme de que no me seguía y esperé sentado en una terraza el momento de despertar a mi eventual transportista. Tras unos primero minutos examinando los alrededores y comprobar que había pasado desapercibido me relajé. Lo cierto es que a mi también me estaba entrando sueño, la Corona que me había tomado como usufructo de la terraza y el solecito me cerraron los ojos, no sé si me dormí pero seguro que no estaba despierto. Acariciaba un estado de inconsciencia, cuando el sol se escondió a la vez que escuché una estridente voz que pertenecía a un hombre de mi edad más o menos que se presentaba como Charly, añadiendo a continuación un patético y mal sonante “ how are you?”, le contesté que bien, gracias. No fue suficiente, el hombre había decidido que yo era un gringo y prosiguió con un “you american?”.

- ¡No! -, le contesté. - Soy catalán, de Europa -. Tras un silencio en el que supuse que estaba asimilando donde debía estar Europa y en que idioma hablaríamos le informé que hablaba español, que no se esforzara que lo entendía. En realidad no hubiese soportado otra frase en su inglés sin partirme de la risa. Se presentó de nuevo, esta vez como Carlos y se ofreció para hacerme de guía.

- Hoy es mi segundo día en el pueblo, ya lo conozco todo-, le contesté. Me platicó sobre las cuevas que quería visitar, del peligro que tenían si no las conocías, pero haciendo gala de su buen corazón por un módico precio se ofreció para acompañarme. Yo observaba a Carlos, es un hombre bastante feo, bajito y muy delgado, moreno y muy tonto, pensaba que si es peligroso ir solo, en su compañía podía ser un suicidio. Aunque lo cierto es que me hacía gracia, era un retrasado muy simpático que me hacía reír, así que lo contraté como guía personal en mi experiencia espeleológica. Pagué mi Corona y la Coca-Cola que pidió Carlos y nos dirigimos hacia el colectivo, aceleré el paso preocupado porque se había cumplido la hora, preocupación estúpida la mía, el hombre había decidido entregarse a sus sueños en la misma camioneta. Aún se encontraba inmerso en su inconsciencia cuando con unos prudentes golpecitos a la puerta puse fin a su letargo. Se despertó de un sobresalto y me odió con la mirada, pero mi sonrisa y sus necesidades, seguramente más por lo segundo, le obligaron a permitirme el acceso tras dos o tres bostezos y un par de golpes al volante, media hora más tarde el rencoroso conductor estaba abriéndome la puerta e invitándome a bajar. En la misma entrada de la cueva estaba Orlando, un chico joven y fuerte que se ofreció a acompañarme.

- Ya he contratado a un guía, lo siento-. Le contesté educadamente.

- ¿A quién? -, preguntó con la más absoluta inocencia. Carlos estaba a mi lado intentando seguir la conversación, lo miré presentándolo a Orlando como mi guía.

- ¿En serio?-, e incrédulo prosiguió, - señor, debe saber que son muy peligrosas estas cuevas, y uno ha de estar preparado para entrar. Lo cierto es que Carlos no me daba mucha seguridad. Lo volví a mirar, se encontraba ausente, distraído, su mirada estaba perdida en la oscuridad con la que amenazaba la hendidura de la montaña que se mostraba ante nosotros. Miré unos segundos a Orlando y definitivamente me decidí por este último. Con toda la sensibilidad que pude hacer acopio le ofrecí mis disculpas a Carlos, pues había decidido que no bajaría con él. No se molestó, se limitó a sentarse en el suelo y me aseguró que estaría esperando ahí para volver juntos, más tarde me confesó que había agradecido mi elección pues en el fondo le daba miedo entrar en la cueva.

Y por fin nos pusimos en movimiento hacia el centro de la tierra. A pesar de ir preparados con cuerdas, mosquetones, cascos y linternas sentía mucha inseguridad, pensaba en quién me vendría a buscar aquí si pasase algo. No sabría calcular la profundidad de esta cueva, pero recuerdo que empleamos más de media hora únicamente en el descenso. Las paredes de la cueva se iban cerrando a medida que nos adentrábamos a sus entrañas. Parecía que habíamos llegado al final, cuando una enorme roca nos cortaba el paso, pero mi compañero conocía la manera de esquivarla a través de una delgadísima grieta que apenas se distinguía, pasó primero Orlando con algunos problemas menos que yo, pero por fin estábamos los dos dentro, en silencio, con las linternas señalando al techo, con la humedad calándose en los huesos y el sonido de las gotas que se desprendían de las gigantescas estalactitas que como puñales amenazaban sobre nuestras cabezas. Tras un descanso de cinco minutos en los que Orlando decidió amenizar nuestra estancia bajo tierra con una serie de leyendas e historias sobre almas en pena y espíritus malignos que aseguraba habitaban esa cueva, continuamos por lo que parecía un camino, ahora ya horizontal y que conducían a una especie de pozo sin fondo que marcaba el final de mi aventura. Sin demasiadas emociones y ningún contratiempo decidimos volver. Ya percibía la luz natural que se filtraba aún a varios metros por encima, cuando algo me asustó, parecía una silueta, no pude exactamente definirla pero entre una posible auto-sugestión causada por las leyendas de Orlando y el cansancio, no quise buscar más explicaciones a esa sombra que me pareció distinguir. Me sentía cada vez más intranquilo a medida que me aproximaba al lugar donde presentí el movimiento, la luz aún era muy pobre y dejaba muchos espacios sombríos, fue este el motivo por el que no pude ver nada cuando llegué a ese punto en concreto. No ocurrió nada, en esos momentos me sentía un poco idiota por haberme asustado de esa manera por nada, pero por lo menos me alegraba de no haber hecho a Orlando partícipe de mi paranoia. Deseoso de respirar aire libre proseguí con mi escalada, pero antes debía de cambiar el mosquetón de cuerda y asegurarlo a la que me acompañaría hasta la salida. Estaba concentrado en ello, cuando de la oscuridad apareció una mano que se aposentó en mi hombro. No recuerdo en mi vida un segundo más largo, los latidos de mi pecho se transformaron en señales de auxilio, no fui capaz de decir ni de hacer nada, más que girar lo justo la cabeza para ver a Carlos que se había escondido para darme un susto. Tras reprimir mis impulsos de matarlo alegando que había sido una broma, que no tenía media hostia y que era un subnormal, continué en dirección ascendente sin hacerle ningún comentario.

En la misma entrada a la cueva me despedí de Orlando, pagando por sus servicios lo que yo encontré apropiado, que siempre solía ser menos de lo que esperaban y tras decidir que volvería al pueblo caminando se apuntó Carlos. El paseo no se hizo excesivamente largo, entre preguntas y consejos transcurrió todo el paseo, hasta que a la entrada del pueblo me abandonó mi infiel amigo al distinguir entre el gentío una pareja de chilangos a los que ofrecer sus servicios. Miré al norte, ahí seguía. Me puse de nuevo en dirección al panteón y a su campanario, era la tarde del mañana de ayer, así que según la información del suplente, el padre José estaría en su pinche parroquia. No lo encontré en un primer instante, así que me acerqué a una señora que abandonaba sus plegarias en ese momento y me informó que seguramente lo encontraría en su casa, hacia el norte por un caminito de piedra que nacía detrás de la misma iglesia. La señora me acompañó hasta la misma puerta del párroco, no estaba muy lejos de la iglesia y ella vivía relativamente cerca, a la gente le gustaba mi toque exótico e indistintamente a su edad, condición o sexo sentían curiosidad conmigo. Me despedí de la vieja agradeciéndole su compañía y abandoné el camino para entrar en casa del padre. Vivía en una construcción de madera muy vieja y sucia, habían gallinas, pavos, ocas y patos por todo el porche, y una serie de pajarillos enjaulados que no dejaban de martirizar con sus descoordinados cantos. Llamé a la puerta, tras dos o tres minutos insistí, una chica de unos veinte años me abrió, la había despertado de su siesta pero con una sonrisa me invitó a esperar mientras ella iba a buscar al padre. Obediente como siempre me senté en un carcomido balancín y con el relajante movimiento de la silla me transporté de nuevo a la enfermiza búsqueda del por qué de mi existencia. Empecé a recordar en todo lo que he dejado tras de mi en esta vida, en como pasaba las horas soñando bajo la sombra de una luna que nunca se dejaba ver, en mis estériles paseos por caminos que se perdían en el horizonte, mientras caminaba sin saber a dónde ir y sin saber para qué volver, aprendiendo a esquivar las trampas de la nostalgia y vivir de esas ilusiones que cada vez hacen menos ilusión.

Uno de los soportes del balancín crujió de forma estrepitosa, arrancándome de mis divagaciones, ignoraba cuanto tiempo llevaba esperando, me incorporé y de nuevo llamé a la puerta. Salió otra chica, esta más joven que la primera. Volví a saludar y sin darme mayor margen me pidió perdón, su hermana mayor no había encontrado al padre y le pidió a ella que se lo dijese al chico que había en la entrada, pero se olvidó. La cuestión es que aún no había llegado el padre pero según ella no podía tardar, me ofreció limonada y galletas para consolarme pero no funcionó y me despedí agradeciéndole su hospitalidad. Decepcionado tiré la toalla, cuando al momento de retomar el camino de piedra llegó el padre.

- ¿Qué deseas hijo?

Me presenté como un consumado católico enamorado de este pueblo, que deseaba por encima de todo poder observar su belleza desde lo más alto.

- Me haría mucha ilusión que me permitiese el acceso al campanario, sólo será un momento.

- Es peligroso-, advirtió, - pero yo no tengo la llave para poder subir.

- ¿Quién la tiene?- pregunté, reprimiendo las ganas de llorar.

- La tiene el responsable del panteón. Es un señor mayor, lo reconocerás por que se sirve para caminar de un bastón y perdió un ojo hace algún tiempo.

En estos momentos me sentía un imbécil absoluto, el señor mayor no podía ser otro que el jorobado que conocí en mi primera expedición al cementerio. Agradecí al padre la información y con media docena de zancadas me presenté frente el encargado. Le pregunté si me recordaba, contestó que sí, que no hay muchos como yo en este lugar, le hice una mueca en forma de sonrisa y de nuevo ataqué con mi interés por subir al campanario.

- No se puede, es muy peligroso-, contestó sin pensarlo. - además necesito el permiso del padre-.

Me estaba cansando de este lisiado, por lo que aseguré tener la autorización del padre, que venía ahorita de su casa, que me había dicho que usted disponía de la llave y que hiciera el favor de abrirme ¡ya! Dos minutos después se abría la puerta y ante mi aparecieron los retorcidos peldaños que me subirían al cielo. Entré sin dejar tiempo al arrepentimiento del anciano y tras la espiral interminable me hice con la preciosa y espectacular imagen de Cuetzalán a vista de pájaro. Las montañas se veían más verdes, y las casas más bonitas, las águilas parecían rozarme y el viento soplaba molesto por mi intromisión. Lo cierto es que la vista valía la pena, aunque no sé si tanto esfuerzo.

Ahora me podía relajar, no quedaba nada pendiente. Dediqué el resto de mi estancia a envolverme de la paz y la tranquilidad de este lugar, los días transcurrían pausados uno tras otro sin nada más que hacer que no hacer nada. Pasados dos días de mi hazaña espié a una mesera que platicaba sobre unas cascadas que se encontraban no muy lejos del pueblo, por lo que me acerqué a ella en busca de una información ampliada. Son varias las cascadas que se podían visitar, pero me aconsejó una que se escondía al final de un camino de tierra, adentrándose en el bosque a un par de kilómetros del pueblo por la misma carretera que conducía a las cuevas y nos aclaró que sólo podríamos cruzar ese camino a pie. Tomé la decisión de ir ese mismo día, Raputín ya había muerto por lo que no importaba si se hacia tarde. Tras la insulsa comida corrida que sirvió la mesera, inicié mi excursión dirección a las cascadas. En la misma salida del mesón topé de nuevo con el desleal Carlos que sonrió y se acercó a mí. Le expliqué mi nuevo reto, tras ausentar la mirada y deleitarme con algunas muecas de indecisión se apuntó al paseo.

Fue más rápido de lo que vaticinó la mesera, y entre baches y risas llegamos al camino de tierra que nos conduciría un par de kilómetros entre un espeso bosque a la famosa cascada. Un impresionante salto de agua de más de cincuenta metros y su potente caudal reventando contra el suelo creaban un agresivo espectáculo de espuma blanca que me cautivó, un pequeño lago de corrientes desorientadas y remolinos se formaba a nuestros pies, reprimiendo cualquier intento por bañarme como era mi intención. Me senté en un pequeño claro que se abría en el bosque e intenté dejarme llevar por el momento, pero no fue posible. Carlos consciente del estruendo del agua e impotente por no poderse comunicar, optó por acercarse y levantar la voz hasta resultar insoportable, haciendo caso omiso de mis intentos por alejarlo. No me hubiese dejado relajarme por más horas que hubiésemos permanecido ahí, por lo que a la segunda más o menos decidí que ya lo había visto todo en ese lugar.

Al día siguiente desperté muy contento. Era domingo, el día en que los indios se reúnen para comprar y vender sus artesanías, sólo quedaba averiguar dónde. No fue muy complicado, es una nave enorme construida a las afueras del pueblo que enseguida me indicaron por donde acceder. En un primer instante pensé que me había confundido de lugar pues estaba prácticamente vacío, pero al poco rato aparcó en la puerta de entrada un jeep de la policía local y tras ellos empezaron a entrar indios de todas las edades, colores y estados. La nave que unos minutos antes parecía enorme ahora se veía muy limitada e incluso pequeña para la exposición de todas las artesanías. Negociaban como sabían y casi en su totalidad salían bastantes satisfechos. Los indios visten diferente según la etnia que pertenecen, algunas se distinguen fácilmente por sus rasgos faciales, hablan decenas de dialectos que supongo que poseen una raíz común puesto que parecen entenderse sin exagerada mímica, todos se promocionaban a la vez entre gritos y aplausos. Al poco rato empecé a sentir mucho agobio, también se comercia con comida en este lugar, y entre el calor y la mezcla de olores me resultó del todo insoportable, ya lo había inspeccionado todo por lo que decidí abandonar ese peculiar recinto. Este sería mi último día en el pueblo.

El trayecto de vuelta se hizo igual de duro y de nuevo tuve que ausentarme un rato a mi llegada a la central camionera de Puebla, de donde partiría a San Luis en el único camión, de la única compañía que salía en esa dirección. En la misma estación reservé el billete, pero tenía por delante una espera dos horas hasta su salida por lo que abandoné la estación y me senté en una terraza en la que se divisaba gran parte de esta insulsa ciudad. Moisés me había dejado un libro de historia antes de mi partida que leí por encima en mi cuartito, recordé que me llamó la atención el papel de Puebla durante la independencia de México hacía menos de ciento cincuenta años.

En el siglo XIX, Puebla fue escenario de una de las batallas más importantes de la historia de la independencia de México. El 5 de mayo de 1862, el ejercito mexicano a las órdenes del general Ignacio Zaragoza derrotó al cuerpo de expedicionario francés que luchaba por poner en el trono del hipotético imperio mexicano a Maximiliano de Habsburgo. Al año siguiente los franceses tomarían la ciudad, pero el nombre de Puebla se había asociado para siempre al del victorioso general (Puebla de Zaragoza) y el cinco de mayo permanece aún hoy como fiesta nacional.

Mentalizado a las once horas que me separaban de San Luis, cerré los ojos e intenté dejarme llevar por el rutinario traqueteo del camión y esta vez lo conseguí. Abrí los ojos en D. F. me desperté en Queretaro y dos horas más tarde contemplaba San Luis de Potosí junto la colosal figura de piedra que conmemora los logros de un Benito Juárez que daba la bienvenida a la ciudad. Una parada antes de mi destino, se sentó a mi lado una chica perfumada de un suave aroma que me recordó a una amiga que en la víspera del accidente, quiso compartir unas horas de infidelidad en el asiento trasero de mi coche y que ahora en la distancia la recordaba entre pena y vergüenza por formar parte de un pasado que no quería admitir.

- ¡No pares! -, gritaba entre los coros de Verdi escogidos para la ocasión, mientras yo mantenía la mirada fija en las sombras que parecían observarnos tras los entelados cristales e intentaba sin éxito cumplir su orden pensando en todo menos en la preciosa mujer que medio desnuda jadeaba encima mío.

- ¿Ya está?-. Fue el primer comentario post-coito que me dedicó, mientras yo intentaba saborear esa sensación agridulce que nos queda a los hombres tras haber conseguido una presa y no haberla sabido rematar. Le mentí al decirle que lo sentía y ella me devolvió la mentira al asegurar que le había gustado, la falta de expresión en sus ojos desmentía lo que con su sonrisa intentaba hacerme creer, así que sólo era cuestión de tiempo que bajo algún pretexto quisiera marchar, y no tardó. Mientras se vestía insinuó que se había hecho tarde y su novio se enfadaría si no se marchaba ya. Nos volvimos a sonreír y nos despedimos precintando con un frío beso cualquier recuerdo de esa noche.

Me quedé un rato en el coche bajo ese techo de estrellas que la mierda de polución no me dejaba ver, pensando en si algún día me sentiría orgulloso de mi mismo y no necesitaría camuflar mi inseguridad con trofeos en forma de mujer, que a la tercera copa beben sin saberlo su timidez y mis mentiras. Pasó más tiempo del que recuerdo y de nuevo esa amarga sensación de soledad se sentó en mi regazo, crucé los brazos, las piernas y la mente y mientras mi mirada se perdía en algún punto sin vida, mi alma lloraba porque no entendía nada.

Un grito en forma de San Luis dedicado por el conductor del camión, me hizo cerrar el baúl de los recuerdos. Desde la central camionera de Puebla había llamado a Moisés informándole de la hora de llegada por si se le ocurría venir a buscarme, éste sin yo saberlo telefoneó a Chabela para comunicárselo, abriendo sin querer dos frentes opuestos en lucha por el honor de acompañarme a casa. Por un lado la familia Martines y por otro Chabela y Teresa que ante la mejoría de su padre habían regresado de Matamoros, ambos grupos aseguraban entre dientes que daba lo mismo a quien escogiese para volver, por lo que hice el viaje hasta casa entre Moisés y Alicia, decisión que me obligaría a dar más de una explicación.

- Lo siento Chabela, ya sabes que es contigo con quien me apetecía ir -, mentí, - no quería que viniesen ellos, pero ya sabes como son. Sabía que tu lo entenderías y no quise arriesgarme a que esta gente se disgustase-, seguí mintiendo, - estaba seguro de que tú no te enfadarías-. Con una modesta sonrisa di por concluida mi sesión de disculpas. Teresa tardó en marchar lo que yo en sacar el culo del coche de mi amigo e Irma aprovechó para invitarnos a cenar. No fue casual el momento en que mi anfitriona nos propuso la comida, Irma no toleraba a la hermana de mi amiga y tenía motivos. Teresa es muy blanca e Irma muy negra, motivo de sobra en ese país para que la primera tratase a la segunda con un despotismo y una prepotencia que nos hacían sentir muy incómodos. Irma por respeto a mi siempre evitó la confrontación, pero le retiró la palabra a la primera muestra de suficiencia de la otra, mes y medio después también dejó de hablarse con Chabela por el mismo motivo y con la misma razón. Ahora comíamos perdices o tacos, pero felices, los cuatro y las dos niñas. Estas cenas eran muy instructivas, Moisés y yo centrábamos nuestra conversación en la historia de México, tema que nos apasionaba a los dos, ignorando cualquier intento por entrometerse en nuestro exclusivo club. Aprovechando los elotes (maíz) que entre otros platos nos sirvió Irma, nos transportamos unos siglos atrás, cuando el maíz era uno de los elementos básicos en la cultura azteca. Me explicó la leyenda de Centéotl, Dios del maíz, y como sus adoradores sacrificaban sus víctimas a favor de unas buenas cosechas. Este tema me interesaba, siempre había oído hablar de los sacrificios aztecas, de su crueldad y de la salvaje ignorancia de este pueblo, pero nada más lejos que eso, era una cultura superior y lo dejaron patente en campos como las matemáticas, la astronomía, la arquitectura, etc...

- Para que el Sol, la Luna y los astros continúen inalterables su curso, para que los innumerables dioses sean propicios y la tierra siga ofreciendo generosa sus dones, y la lluvia sea oportuna, y los animales crezcan y se reproduzcan, para que la armonía del cosmos se vea correctamente reflejada en el orden de la sociedad, y ésta se levante como la más importante-, Moisés tenía un don, consiguió conquistarme desde el primer día con su retórica infantil, las secuelas de su profesión le hacían explicarlo todo como si fuese una fábula, haciéndome vivir cada una de las historias en primera persona. - Estableciendo su poderío y su sentimiento religioso sobre todo el mundo conocido; para que todo esto sucediera, Huitzilopochtli exigió a los aztecas la sangre y los corazones de guerreros y doncellas, de niños y ancianos... Porque, de acuerdo a la mitología de ese pueblo, los seres humanos fueron creados por los dioses para alimentar la voracidad del Universo.

El profesor continuó desnudando sus conocimientos. Me platicó que el sacrificio humano es un rito que se ha practicado en casi todo el mundo, pero fue en Mesoamérica donde adquirió especial importancia. La religión de los aztecas era muy compleja, al igual que su organización sacerdotal y ceremonial; en ellas, el sacrificio humano jugaba un papel preponderante. En el Códice Matritense, escrito en náhuatl por lo informantes indígenas de Sahagún, se describe en detalle una gran cantidad de rituales que se llevaban a cabo cotidianamente o en ceremonias especiales a través del año. Entre ellos se incluye el tlacamictiliztli (sacrificio).

Alicia se quedó dormida en los brazos de su padre, obligándonos a posponer unos minutos nuestra interesante conversación. Fue la última de las cuatro mujeres en resistirse al sueño y tras acostarla mi cuate regresó con las pilas recargadas mientras que a mi, esos minutos de espera en la penumbra del salón vencieron mi curiosidad. Al cuarto bostezo Moisés se presentó de nuevo con un libro en el que narraba la historia de los sacrificios por los propios indios.

“Así se hacia el sacrificio, con el muere el cautivo y el esclavo, éste se le llamaba “muerto divino”. Así lo subían delante del Dios, lo van cogiendo de sus manos y el que se llamaba colocador de la gente, lo acostaba sobre la piedra del sacrificio. Y habiendo sido echado en ella, cuatro hombres lo estiraban de sus manos y pies. Y luego, estando tendido, se ponía el sacerdote que ofrecía el fuego, con el cuchillo con el que abrirá el pecho al sacrificado. Después de haberle abierto el pecho, le quitaba primero su corazón, cuando aún estaba vivo, a quien le había abierto el pecho. Y tomando su corazón, se lo presentaba al Sol”. (Textos de los informantes de Sahagún).

Tras la lectura se hizo un silencio que no desaproveché y amparándome en el cansancio que acumulaba tras mi aventura le desee buenas noches. Chabela había decidido pasar esa noche en unión libre como dicen en este país, exponiéndose al rechazo de su familia y al desprecio de una arcaica sociedad. No quise plantearme lo que arriesgaba por estar conmigo, pero no podía dejar de pensar en la situación a la que me sometía a mi, era muy peligrosa su compañía. No me gustaba que se quedara a dormir pero ya no podía hacer nada, así que me hice un sitio en la cama y decidí no pensar más por esa noche. Tras doce horas de reposo conseguí despegar no sin esfuerzo los párpados. Estaba solo, en algún momento de mi letargo fui repudiado, no sin antes dedicarme una nota en la que anunciaba que Miguel estaba en San Luis y que su papá se enteró de que anoche no durmió en casa. Era todo lo que deseaba escuchar o leer esa mañana.

Germán de la Paz, se había fugado de la prisión del D.F. en una espectacular maniobra de su clan, que se colaron en helicóptero hasta el mismo patio de la penitenciaría. Germán es el capo de la organización que compite con la de Miguel por el control del norte del país. Estos dos últimos años en los que estuvo preso, Miguel gozó de una libertad absoluta, beneficiándose de la incapacidad temporal del reo. Su avaricia lo condujo a declarar una guerra contra todas las pequeñas bandas, éstas son las que se organizaron para liberar a de la Paz, obligando a Miguel a esconderse durante una temporada, haciendo su madriguera en San Luis, que ya es mala suerte. Aún faltaba por parir la burra y el padre que por lo visto aún no había muerto, amenazó con trasladarse a este mismo estado, por lo que en la nota matizaba que estaríamos unos días sin vernos. Encontré éste un buen momento para poner tierra por medio, me convencí de estar descansado y reservé por teléfono un boleto para el primer camión con destino a Guanajuato, estado vecino que hacía días que deseaba conocer.

IV

En el camión más viejo de toda la República hice los doscientos quince kilómetros que me separaban de Guanajuato. A mi lado se sentó Claudia, una chica de Tijuana que acompañada por los hermanos Anselmo y Fernando del D. F. estaban dando la vuelta al país. Todos teníamos la misma edad más o menos y lo cierto es que el haber viajado les daba una perspectiva que no abundaba en este país, se mostraban mucho más tolerantes y reflexivos, valoraban todo tal y como ellos lo sentían y no como esta anticuada sociedad les obliga a hacerlo, lo cierto es que disfruté mucho de ese trayecto, no dejamos de platicar sobre nuestras aventuras y proyectos. Me ofrecieron unirme al grupo pero rechacé la propuesta, prefería ir solo sin la necesidad de someter a consenso cualquier capricho. Claudia se despidió con un par de efusivos besos, también los chilangos me dijeron adiós con un abrazo y ellos al norte y yo al sur pusimos rumbo a nuestros destinos, el mío concretamente aún no existía. De nuevo me encontraba absorto en la prioritaria labor de encontrar un lugar donde dormir, descargar y esconder el dinero, las razones por las que siempre viajaba con el dinero en efectivo eran dos. La primera, por el robo disfrazado de comisión con el que se enriquecían los bancos en cada reintegro, la otra razón era la falta de entidades bancarias en la mayoría de los lugares que visité. Mi primer intento fue en el hotel Castillo de Santa Cecilia, un hotel precioso construido en una colina y que recordaba un castillo medieval. Un señor mayor que aparentaba ser el responsable de la recepción, me informó sobre los quinientos pesos (45 euros) que costaba la habitación por la que inocentemente pregunté, sonreí y le comenté que sólo quería rentarla una noche. Con mucha paciencia me respondió que el precio era por una noche y que no disponían de más ofertas, volví a sonreír y me despedí indignado por el despropósito de sus tarifas. En el mismo zócalo encontré la Hostería del Frayle, más adecuada a mi presupuesto. Ya asegurado el descanso, de nuevo salí a la calle a dejarme sorprender por este pueblo.

Guanajuato está considerado como uno de los lugares más bellos de México. Se encuentra a más de dos mil metros de altura, en un desfiladero orientado entre áridas montañas, salpicadas de edificios colgantes sobre unas laderas recorridas por escalinatas y callejones estrechos, tortuosos y adoquinados. Continuaba mi particular procesión, cuando a lo lejos observé un enorme tumulto de personas acercándose a mi, inconscientemente miré hacia atrás para cerciorarme de las posibles salidas y rápidamente volví a fijar de nuevo la vista en esa avalancha. Vestidos con ropa extraña, distinguí de oscuro un pequeño grupo de personas en el centro de la manifestación. Me encontraba muy lejos, por lo que decidí acercarme, pensaba que podrían ser indios manifestándose en contra de cualquier cosa como era habitual, esa idea anuló cualquier otra posibilidad. Me acerqué por la más inconsciente curiosidad, ya que de ser lo que pensaba no hubiese sido muy bien recibido. Había recorrido más de la mitad del espacio que me separaba del gentío, cuando pude ver lo que estaba ocurriendo. Que triste, era un grupo de diez o quince hombres uniformados, cantando y haciendo piruetas. Era la tuna, que es aún más ridícula que en nuestro país, Guanajuato tiene catorce mil habitantes, de los que destacan una nutrida colonia estudiantil, atraída por la fama de su universidad en materia de arte. Los universitarios dan vida a la tuna que canta por las calles de la ciudad y son también los actores de los “entremeses” que se representan al aire libre en el curso del Festival Cervantino anual. Ese lamentable espectáculo se cruzó conmigo bajo el arco que presentaba la entrada del zócalo, dos de ellos se acercaron a mi dedicándome parte de su soneto, tenían las miradas desencajadas y parecían extasiados por su responsabilidad como tuneros, aguante como pude hasta que no pude continuar guardando la compostura y tuve que darme la vuelta. Se percataron de mi ignorancia hacia esa demostración cultural y siguieron dedicando por unos segundos estrofas de su repertorio a las personas que los admiraban y que seguro sabrían apreciar mejor que yo la emotiva representación de estos payasos. Se lo tomaban muy en serio este tema, no fueron los únicos que encontré durante mi estancia en este estado, siempre con el mismo público acompañándolos por las escarpadas callejuelas y siempre igual de ridículos.

En el restaurante donde paré a comer tras el espectáculo encontré un prospecto viejo y medio roto de un museo que se presentaba como el Museo de las Momias. Está situado a la salida de la ciudad en dirección oeste, por la avenida Tepetapa, junto al panteón municipal. Es una espectacular colección de momias exhumadas a partir del año 1856. Este proceso de momificación se ha debido a la particular composición química del terreno. El museo comparte el edificio con el Salón del Culto a la Muerte, que alberga tanto cuerpos y objetos realmente macabros, como auténticas curiosidades. Es una especie de preámbulo antes de acceder al Museo de las Momias, aquí encuentras con historias francamente curiosas, como el dedo de un asesino encontrado años después de su muerte sobre su propia tumba, o un feto en el ataúd de su madre, quien se habría suicidado al descubrir que siendo soltera estaba embarazada, el cuerpo se desintegró y sólo quedó la prueba de su inmoralidad. Éste con treinta centímetros se considera una de las momias más pequeñas del mundo. Es un lugar macabro lleno de fotos de niños muertos, de torturas y como plato fuerte decenas de momias en distintas posturas que creaban un tétrico espectáculo. Cuando desaparece el mal rollo del principio se convierte en una exposición bastante monótona, salvo por alguna mujer preñada o algún niño disecado. Cuando ya había visto más de la mitad de los muertos, en una sala pequeña me encontré con tres momias de pie en sus indiscretos ataúdes transparentes. Sólo estábamos nosotros cuatro, por lo que quise inmortalizar mi valentía. Programé el disparo de mi nikon coolpix 2.1 comprada para la ocasión e inseparable en todo el viaje y la apoyé en la vitrina que protegía unas teorías de principios del siglo pasado, sobre los misterios del embalsamamiento. Dando la espalda a la entrada de la sala me aproximé a la más fea sacando la lengua para hacer el recuerdo más gracioso, hubiese sido un momento divertido de no ser por dos motivos, el primero es que la programé mal y tardó unos diez segundos en disparar la foto y el segundo es que detrás de mí entró una señora que vio todo el espectáculo sin que yo notara su presencia, señora con la que coincidí en varios tramos del recorrido y que en vano intentaba disimular la sonrisa que le producía mi presencia. Que vergüenza.

Estas momias a diferencia de las egipcias no fueron manipuladas con ungüentos o vendajes, se trata de un proceso completamente natural, por lo que el término correcto que se debería aplicar sería el de cuerpos deshidratados. De hecho, los guías oficiales del centro hablan de “momificación espontánea”, un proceso que tiene una duración de cinco años. Hay varias explicaciones para este fenómeno, una de las hipótesis apunta al clima semi-cálido, otra incide sobre la altura a la que se encuentra el pueblo. Sin embargo, la más posible es la que se refiere al suelo rico en minerales unido al aire seco de la zona. Guanajuato se asienta sobre un terreno calizo de alta higroscopicidad, es decir, capaz de absorber y exhalar la humedad, condiciones que propiciaba la desaparición de los órganos internos del difunto y la conservación de sus tejidos externos, pelos, uñas e incluso piezas dentales. Una de las momias que más me impactó la inmortalicé en un macabro primer plano, era la llamada “Ignacia Aguilar, sepultada viva”. Esta momia presenta una expresión de agonía causada por la asfixia. Se cuenta que sufrió un ataque epiléptico, el forense pensó que había muerto y fue enterrada viva. Con Ignacia di por completada mi sed de morbo y me dispuse a dar una vuelta por el pueblo de camino al hotel, donde cenaría y me iría como un buen chico a la cama. Llegué al hotel relativamente temprano. Recibí la llave de Aurora, la propietaria que se convirtió en mi abuela adoptiva durante unos días, una señora de unos setenta años que decía haber tenido un pretendiente gallego en sus años mozos, me aceptó como la reencarnación de su viejo enamorado. En realidad en lo único que se lo recordaba era en mi forma de hablar, a ella le hice gracia y yo supe explotar mejor que nadie mi encantador acento. Es una entrañable anciana, muy dulce y amable con la que compartí varios momentos de plática. Mientras subía por los retorcidos escalones en dirección a la habitación pensaba en la curiosa historia del museo, que empezó con la exhumación del cuerpo del médico francés Remigio Leroy, que había permanecido misteriosamente en perfecto estado de conservación, después llegaron nuevos casos que superaron la centena.

No tenía hambre y estaba algo cansado, así que decidí dar por concluido mi primer día en este estado. Con los ventiladores al máximo de su limitada potencia y la sutil claridad que ofrecía la antigualla en forma de lámpara, que con pésimo gusto se exhibía junto la cama, me dispuse a proseguir con la lectura de la novela “Soldados de Salamina” de Javier Cercas, que me acompañó durante la primera parte del viaje. Sin darme tiempo a abrir el libro, se deslizó del interior un misterioso sobre azul. Contenía un texto escrito a mano con una letra que conocía ligeramente, fechado dos días antes coincidiendo con mi llegada a San Luis.

“Antes de conocerte todo era triste y sin ilusión, eran mis noches frías y un gran vacío es el que llenaba mi corazón. Pero cuando llegaste de mi arrancaste tanto dolor. Me motivaste a amarte, con tu cariño y tu ternura mi vida cambio. Y llegaste tu, como primavera en el frío invierno a mi corazón, entrando en mi alma como dulce nota de una tierna canción. Y llegaste tu trayendo contigo todo un dulce sueño lleno de ilusión. Desde que tu llegaste me enamoraste con puro amor, y hoy quiero confesarte que sólo tuyo es mi corazón. Yo quisiera arrancar de tu memoria, toda y cada una de tus penas, si me dejas te llevaré a la gloria, porque tu necesitas quien te quiera. Yo quisiera borrar de tu mirada esas huellas de tus lágrimas tristes, despertar a tu lado en las mañanas y llenar tu existir de días felices. Te ofrezco un corazón igual al tuyo, sediento de cariño y de ternura, me muero por tenerte entre mis brazos y amarte con delirio y con locura. Te ofrezco un corazón fiel y sincero que sabe valorar una caricia, no dejes que me queme en este fuego, juntemos nuestras almas vida mía”.

Lo firmaba con un “No te me mereces, huevón. Chabela”. Me sentía muy mal por ese amor que no podía corresponder, es una buena mujer y no merecía que le hiciera daño, pero por momentos se complicaba el poderlo evitar. No sabía que hacer, cualquier cosa menos ser sincero. Que puedo decir, mi vida sentimental siempre ha sido igual de complicada. No sé qué es lo que quiero, supongo que soy un idealista, un enamorado del amor. Desde ese primer beso (beso que recibí dos minutos después que mi hermano y de la misma niña con nombre de ángel) hasta mi último orgasmo, me he dejado querer por tantas mujeres como he podido, vivo siempre con la nostalgia de lo que ya no existe y con los recuerdos que en algún momento condené al olvido. Estoy cansado de sentirme el hombre de unas vidas que no me interesan, igual que no me importan los disfraces que uso para decirles que las quiero. No quiero terminar más lo que no ha comenzado ni empezar lo que no puedo terminar, no quiero pensar por qué la he dejado, ni por qué sigo con ella, esta no se lo merecía, pero ante la duda de cuál podía ser su reacción decidí que era más sensato que sufriese ella que no yo.

La carta me quitó las ganas de seguir leyendo, aplazando los Soldados para otra ocasión. Al poco rato me atacó un sueño que no debió de tardar en vencerme, ya que aquí finalizan todos mis recuerdos de ese primer día en Guanajuato.

Me desperté relativamente temprano y tras el desayuno con el que me obsequiaron en el hotel, decidí salir sin saber a donde. Aproveché las fuerzas de primera hora de la mañana para enfilarme por una larga y escarpada callejuela empedrada que lleva al zócalo de la ciudad. Una plaza cubierta por la sombra de frondosos laureles, un lugar de encuentro que se anima especialmente en las horas vespertinas, cuando llegan los parroquianos a los numerosos cafés. En uno de estos cafés me senté a descansar lo que no me había cansado. Saboreaba el último sorbo de mi jugo de toronja cuando pasaron por delante Claudia y los dos chilangos, que al reconocerme se sentaron conmigo. Decían que el día anterior habían descubierto un camino al norte que lleva a las antiguas minas y que este recorrido ofrece unas espléndidas vistas panorámicas de la ciudad. Yo les conté mi experiencia con las momias, la anécdota con la vieja que me vio lamer un ataúd de cristal y mi encuentro con la tuna, evitando comentarios hirientes hasta comprobar que ellos también lo encontraban ridículo. Con mucha tristeza me confesaban los chilangos que se les terminó el dinero y que debían regresar al D. F. Claudia seguía en solitario.

El almuerzo se convirtió en un aperitivo y éste en la comida. Hicimos tiempo entre risas y lágrimas en un pequeño jardín situado próximo al zócalo, los chilangos partían esa misma tarde y decidí acompañarlos en su despedida. Supuse que lo agradecerían, lejos de casa se es más receptivo a la sensibilidad de las personas, por otro lado Claudia se quedaba sola y desamparada. Por fin se marcharon en el camión de las siete destino al D. F. Por lo que le propuse a Claudia ir a llorar juntos por la ausencia de los chilangos a una cantina que parecía estar bien y que tenía controlada desde el primer momento en que llegué al pueblo.

Claudia es delgada y bastante alta, no muy morena de piel y con el tinte de su descuidada melena delatando las cinco semanas que cumplía su viaje, es de familia adinerada y quiso celebrar sus treinta primaveras conociendo el país. Es muy guapa y tiene un acento norteño de lo más sensual, una solitaria que no quería estar sola esa noche, mientras que yo simplemente necesitaba un poco de compañía. No paraba de hablar y de beber, yo le hice sombra en la bebida. Era una mujer interesante con unas ideas muy europeas, con unos sueños y unas ilusiones muy parecidas a las mías, cargaba con el lastre de sus propias frustraciones y una lista de todo aquello que deseaba cambiar al igual que yo. Hacíamos buen equipo y lo demostramos cerrando dos o tres bares, antes de proponerle con pésimo resultado que me acompañase a mi hotel, con la arrogante excusa de no desear que durmiese sola.

- Tomamos mucho, mejor no que lueguito hago pendejadas -. No la pude convencer que esas “pendejadas” eran el motivo de la propuesta, pero mi orgullo no me permitió insistir por lo que me despedí con un altivo “mejor que no, ya se ha hecho tarde y quiero estar descansado para mañana”, como si el terminar de esta manera la noche hubiese sido decisión mía. Me fui a dormir con la intención de planear la conquista de Claudia, pero no pudo ser, ya que olí la cama antes de abrir la puerta y me dormí antes de cerrar los ojos.

Desperté como siempre muerto de hambre y de nuevo fui al centro a desayunar, me senté en la misma mesa que el día anterior me encontraron mis cuates, pero esta vez no vino nadie. Mierda de alcohol, no pensamos en darnos los teléfonos o la dirección de los hoteles, lo más probable era que no nos volveríamos a ver y me supo muy mal que nuestra despedida fuese en plena alucinación etílica. Dando por perdida a Claudia y con el desayuno ya pagado, me plantee el conocer el pueblo desde ese camino que me habían comentado al norte, que llevaba a unas minas o algo así. No sé si llevaba a algún sitio ese camino, pero al quinto kilómetro decidí conformarme con las vistas que realmente son preciosas. Se divisa todo el pueblo en un original mosaico de construcciones irregulares, con una divertida mezcla de color en las fachadas de algunas casas, que contrastan con el toque señorial de la arquitectura colonialista y el injusto broche de la desigualdad, formado por las cientos de casuchas medio derruidas que forman los hogares de los menos afortunados. También se puede contemplar perfectamente la inmensidad de las áridas montañas que rodean “Quanashuato”, vocablo originario del nombre de esta ciudad y cuyo significado es “lugar montañoso de las ranas”.

El camino de vuelta fue agónico, experimenté algo parecido a una insolación. Me dolía mucho la cabeza, estaba mareado y tenía la garganta completamente seca, además me ardía todo el cuerpo. En ese estado recorrí aproximadamente dos kilómetros por una carretera que no pasaba ni Dios, por lo que decidí dedicarme un día de cuidados intensivos, mi primer objetivo fue una vieja cantina en la que al borde de una sobredosis de Coca-Cola conseguí resucitar. Algo más repuesto me dirigí a la dirección que me apuntó Rosario, una señora amiga de Aurora que me ofreció su casa y su comida. La conocí en una de mis interesadas pláticas con mi nueva abuela, me aseguró que siempre había comida en su casa, que yo estaba muy flaquito y que comer siempre en taquerías no era bueno, encontré este un buen momento para aceptar la invitación. Es cierto, esta señora tiene infinidad de hijos, nietos y amigos que todos los días se reúnen con ella para comer. No sabían nada, la comida de esta señora me recordó a la de Estela en Matamoros hacías unas semanas, era deliciosa. Tras embriagarme de protagonismo con la familia que me adoptó por dos horas, me despedí de mi agradecido público, prometiéndoles que volvería. Esa era mi intención pero al final no pudo ser, se hizo tarde y aún me sentía algo mareado por lo que decidí aislarme en la habitación, no sin antes aceptar de la compasiva Aurora, una especie de analgésico mexicano que me ofreció inmediatamente después de contarles mis síntomas. No sé si me tomé un genérico de la aspirina o la más pura cocaína, pero no logré cerrar los ojos por más que lo intenté y el mareo desapareció a los cinco minutos. Aproveché esas horas de insomnio para escribir a mi madre y a mis hermanos. Poco antes del amanecer logré entregarme a mis sábanas con total e inconsciente sumisión. Supuse que la fracción de noche que no conocí fue tranquila y la mañana también, ya que no despegué los párpados hasta las tres de la tarde, pasada media hora me arrastraba con mi cara más humilde rogando a Aurora que me calentase un plato de comida. Durante el sustento decidí que me marcharía en el próximo camión, por lo que tras el obligado ritual de aparentar mi intención de colaborar en la limpieza me escapé a por el boleto. El camión partía en una hora al destino que había escogido, San Miguel de Allende. Sin tiempo que perder empecé a preparar la mochila, diez minutos más tarde le estaba comunicando mi decisión a Aurora. Se entristeció bastante, pero no lloró, se limitó a desearme mucha suerte y me pidió que la escribiese, no quiso cobrarme ninguna de las comidas que me hizo en su casa y se despidió.

- Buen viaje hijito, vaya con Dios -. Sin besos ni abrazos nos dijimos adiós, dio media vuelta y desapareció en un reservado de su hotel.

Ya en el camión, pensaba en lo cómodo que me había sentido en este lugar, en Aurora, en Claudia, en los chilangos, en Rosario y su familia, todos me trataron como si fuese alguien importante para ellos, me hicieron sentir muy bien, cada uno a su manera pero todos con una humanidad que no olvidaré nunca. Me senté en el único asiento libre que quedaba, mi compañera de viaje era una potosina de unos cuarenta años, que tras las presentaciones y media hora de insulsa conversación me quiso instruir con la peculiar historia de este pequeño pueblo.

En esta región, asediada durante mucho tiempo por las poblaciones indígenas, el fraile Juan de San Miguel fundó en 1542 un poblado al que dio el nombre de San Miguel Arcángel. Se convirtió en un lugar de paso y de control de la ruta que unía la Ciudad de México con las minas de plata de Zacatecas. En 1779 vio nacer a Ignacio Allende, héroe de la Independencia mexicana en cuyo honor se cambió el nombre de la ciudad. Este pueblo también se localiza alrededor de los dos mil metros de altura, con sus pintorescas calles empinadas que respetan en la medida de lo posible, el regular trazado de los núcleos urbanos fundados por los conquistadores españoles. Es un pequeño pueblo atravesado por infinidad de estrechas callejuelas empedradas, cubiertas por una red desordenada de cables, colgando de éstos ondeaban infinidad de banderitas de todos los países, que daban al pueblo un aspecto de verbena permanente. No fue complicado encontrar hospedaje, tras preguntar precios en dos hoteles, me decidí por el que ofrecía lo mismo, un poco más sucio y bastante más barato. Compartiendo fachada con el hotel encontré un pequeño local que disponía de conexión a internet, me informaron que estaban cerrando, que se había hecho tarde y que si fuese tan amable de pasar mañana me lo agradecerían. Eran casi las nueve, pero les rogué que me dieran la oportunidad de enviar un correo urgente y tras una leve pausa les aseguré que no tardaría. Se apiadaron de mí y me concedieron diez minutos de egoísta navegación. Quería enviar algunos correos, me hacía ilusión hacer partícipe a los míos de mis aventuras, pero no pudo ser. Al encender la computadora, me avisó de un correo firmado por Chabela con un “llámame urgentemente” como texto, sin más explicación que el propio mensaje. Me quedé unos instantes con la mente en blanco, para inmediatamente intentar buscarle un sentido razonable a este correo. Pensé en que se había muerto su padre o que se tenía que ir a Matamoros de nuevo, no quise pensar en nada negativo, seguramente ese fue el motivo por el que no la llamé hasta el día siguiente. Quien se presentaba como el responsable del local me recordó tímidamente la hora, le agradecí su amabilidad y le pagué sus honorarios a la vez que me despedía. De nuevo en la calle me dejé guiar por mi olfato hasta una pequeña taquería donde cené, más tarde recordé que había olvidado en la habitación un plano del pueblo que me ofreció la simpática potosina del camión. A pocos metros del hotel me cautivó una tenue música que se escapaba de una pequeña cantina, era un grupo que interpretaba canciones típicas de ese estado y lo hacían francamente bien. Me tomé dos tequilas sin ganas de compañía en un oscuro rincón y me fui cuando se despidieron los músicos. No me apetecía dormir, pero si tenía mucho sueño, por lo que opté por lo más sensato poniendo rumbo al hotel, donde de nuevo abandoné este extraño mundo para reunirme con mis fieles fantasías.

Esa mañana desperté con un sobresalto causado por el desfile que bajo mi balcón, una especie de banda municipal parecía dedicarme encabezada por un torpe turuta, que me recordaba los tiempos en los que tenía que vitorear un país al que no quería. La cuestión es que los cinco minutos en los que me deleitaron con su estridente e irreconocible himno, sirvieron para perder cualquier posibilidad de rehacer mi sueño. Tras la ducha me dirigí a la oficina de información al turista, a la que no llegué nunca. Encontré sin buscarla la famosa Plaza Allende, enmarcada por nobles edificios coloniales y por la inusual arquitectura neo-gótica de la parroquia, también se encuentra el Museo Regional que más tarde visitaría y otras casas señoriales de la época colonial, como la famosa casa del Mayorazgo de la Canal, hoy sede del BBVA. En el centro destaca la colosal figura conmemorativa de Ignacio Allende, recordando su imprescindible contribución a la independencia del país. No se puede visitar este pueblo sin fotografiarse junto a Allende, así que me acerqué a la estatua y con la desinteresada colaboración de una señora que entendió con relativa facilidad el botón que debía accionar para inmortalizarme con su héroe, quedé de por vida unido al recuerdo de esa persona. Me senté a descansar en un viejo y descolorido banco de madera, adornado por retorcidas barras de hierro forjado que se encontraba ubicado en la misma plaza y orientado hacía Allende. Escogí este momento para eliminar las fotos que no me gustaban, cuando inconscientemente levanté la mirada como si una voz me lo hubiese ordenado. De lejos, junto a Allende se encontraba ella, fotografiándose a los pies del héroe. Me incorporé y conseguí acercarme sigilosamente por su espalda, hasta que su pelo rozó mi cara.

- ¿Pensabas que no me iba a despedir de ti? -, le susurré en plena demostración de autosuficiencia.

- ¡Xavi!

- ¿Cómo estás Claudia?, dejamos una cosa pendiente -, le quise recordar, como si realmente hubiese existido algo entre nosotros más que una noche compartiendo risas y alcohol.

- Me siento muy bien, más ahorita que te vi, pero dejamos más de una cosa pendiente-, me contestó. Intenté mantener la mirada fija en la suya sin que se notara que no tenía ni puta idea de a qué se refería, lo mío estaba claro que era una descarada insinuación sexual, pero no se me ocurría que otra cosa podíamos haber dejado en el aire. Es curioso como juega el destino con nosotros, me sentía muy bien con esta chica y en el fondo me supo peor de lo que me quise reconocer el no haberme podido despedir de ella. Nos fuimos a comer juntos y de nuevo nos encontramos confiándonoslo todo y riendo por nada. Vivir de la manera que pude hacerlo yo durante unos meses te cambia la perspectiva de todo, se saborea la vida de una forma muy especial e intensa, dos días sin vernos podían llenar de historias toda una tarde. Entré plática y plática recordé el inquisitivo mensaje de Chabela, pero no encontré el momento de llamar hasta pasadas unas horas.

Claudia se había trasladado hasta San Miguel con la intención de saludar a uno familiares lejanos que tenía a las afueras de este pueblo, me habló de ellos como excusa por la negativa que dedicó a mi propuesta de cenar juntos. Sin darme tiempo a exteriorizar mi orgullo herido, me pidió vernos al día siguiente, aseguró que deseaba dedicarme todos los días, pero que ahorita se tenía que marchar. Le informé esta vez sí, de cual era mi hotel y sin más opción que aceptar me despedí de ella. Cuando apenas nos separaban cuatro o cinco metros me llamó, me di la vuelta y sin darme tiempo a reaccionar me rodeó el cuello con sus manos, dibujó con sus labios una caricia eterna y me besó como si nunca hubiese besado. Saboree esos segundos de esencia prohibida intentando en vano parar el tiempo. Pero no pudo ser y no fue.

Dediqué las siguiente dos horas en la visita a la casa donde vivió Ignacio Allende, ahora reconvertida en museo. Son varias estancias que narran la vida de este hombre, así como los sucesos más relevantes que acontecieron durante la independencia del país. Es una casa de dos plantas de estilo barroco, con un precioso patio interior en el que destaca en su centro, una espectacular fuente rodeada de naranjos, limoneros, aguacates e infinidad de plantas autóctonas de la región. Ya con el día terminado volví a recordar mi llamada pendiente. Las cuatro primeras cabinas que encontré estaban rotas y en la quinta me contestó Chabela.

- ¿Quién habla?

- Chabela, soy yo Xavi. Acabo de leer tu correo y me he quedado muy preocupado, ¿qué ocurre?.

- Miguel ya marchó y mi papá al final no vino -. Lo cierto es que no había vuelto a pensar ni en su primo, ni en su padre, ni en ella, pero agradecí su interés por tenerme informado. Me dijo lo de siempre, que me echaba de menos, que me quería y que tenía tantas ganas de estar conmigo que había venido a Guanajuato a buscarme, esto último no lo esperaba la verdad. Me vi obligado a informarle de donde me encontraba y le mentí al decirle que de haber conocido sus planes la hubiese esperado.

- No pasó nada, tu no sabías. En la mañanita te busco y te llevo a un sitio muy padre-. El saldo de la tarjeta aguantó lo justo para quedar en el sitio y la hora, luego se cortó sumiéndome en un mar de inquietud. Me marché al hotel pensando en Claudia, que por segunda vez no tenía manera de avisarla, ella conocía mi hotel pero yo no sabía donde localizarla. Llegué a mi habitación intentando idear un plan que no pudo ser, ya que quedé dormido sin recordar siquiera cenar.

Al día siguiente desperté sobre las ocho y media, con Chabela había quedado a las diez y dudaba mucho de que Claudia llegase antes. Desayuné en el mismo hotel e hice tiempo hasta menos cinco para acudir a mi cita, pero mi cuate de Tijuana no madrugó. Con Chabela me había citado bajo el monumento a Allende para evitar posibles tensiones y cuando llegué me recibió con un efusivo y cariñoso abrazo. Nos sentamos en el mismo banco donde unas horas antes reconocí a Claudia y tras dos o tres anécdotas y mil muestras de cariño, me informó de las tres sorpresas que me tenía guardadas. La primera fue que había conseguido un Dodge 3.1 que le había regalado su primo, continuó con que tenía pensado pasar los próximos días en Real de 14, un pequeño pueblo de San Luis y remató señalando a Salomé y a Lili que se habían apuntado al viaje por orden expresa de su hermana Teresa. Me quedé callado intentando asimilar el cambio tan radical que habían sufrido mis planes.

- Me gustó mucho tu carta-. Fue lo único que fui capaz de decir.

Ya en el carro y tras las forzadas muestras de alegría por la sorpresa, nos pusimos en marcha hacia nuevos mundos. Manejaba Chabela y fue ésta la que decidió salir de San Miguel por la misma calle donde había estado hospedado. A dos cuadras del hotel pude ver a Claudia con paso acelerado acercándose a éste. Me sentía muy mal por repetir esta estúpida historia, era la segunda vez que me despedía de esta chica y en ninguna le pude decir adiós. La miré con tristeza consciente de que no la volvería a ver y no dejé de mirarla hasta que se convirtió en una ínfima sombra en la distancia. Poco después me convencí de haber olvidado ese beso, a Claudia y nuestro simulacro de amor.

Ajenas al final de mi aventura, las tres mexicanas que me acompañaban no podían ocultar su excitación por esos momentos, cantando sin cesar las canciones que se repetían del único CD que decidieron traer. Chabela y la hermanaza, pese a sus tres décadas cumplidas nunca les habían permitido viajar solas, y esta vez lo consiguieron engañando a su papá y con la complicidad de Teresa, que se guardó las espaldas enviando a su criada. Salomé era una mestiza chaparrita y exageradamente fea, de las tres era la más inteligente y la única que me hacía reír aunque no fuese borracho. Pero su piel era muy oscura y sus orígenes demasiado pobres como para poder optar a algo más que sobrevivir. Nació en una chabola de un rancho en las afueras de Guanajuato, sus padres no pudieron darle el lujo de ir a la escuela y pasó sus primeros años soñando entre cerdos y vacas en una vida mejor. Era una mujer valiente y decidida que se quiso dar una oportunidad y a sus dieciocho años retó al destino abandonando todo lo que ella conocía. Quería estudiar y tenía muchos planes pero en su camino encontró demasiadas dificultades y terminó en Lomas, como criada en una de las casas más ostentosas de la colonia residencial de San Luis. Fue la primera persona que conocí en este país, cuando se acercó a mi en la central camionera hacía más de tres meses, desde ese primer instante me cautivó con su forma de ser, una mujer llena de vida, muy alegre y con una contagiosa sonrisa, enseguida nos hicimos muy amigos, ella encontró un blanco que la trataba como se merecía y yo me empapaba de la sencillez de esa mestiza.

Consiguieron contagiarme su estado de ánimo y terminé uniéndome al coro. Las Sánchez iban sentadas delante, mientras que Salomé y yo nos acoplábamos como podíamos en los estrechísimo asientos traseros del Dodge. Todo estaba siendo perfecto hasta que abrí la boca.

- ¿Por qué no cambias la emisora?, Clau... Chabela -. Que cagada. Empecé a sudar lo que no consiguieron los cincuenta grados de Matamoros, los pocos segundos en los que reinó el silencio se hicieron del todo insoportables, me quise aferrar a la posibilidad entre un millón de que no me hubiese escuchado ninguna de las tres, pero era demasiado pedir.

- No manches, ¿cómo carajo me dijiste?

Yo sonreía mientras nuestras miradas se cruzaban por el retrovisor, intentando hacer tiempo para una excusa que no llegaba.

- Perdona me he confundido, estaba pensando en Claudia-. Intenté de esta manera restar tensión a ese nombre y esperé la siguiente pregunta que no tardó en llegar.

- ¿Y quién demonios es esa vieja?

- ¿Quién, Claudia? -, pregunté en un desesperado intento de ganar tiempo para encontrar una excusa razonable.

- Sí, pinche Xavi, no te hagas pendejo -. La situación era más tensa por momentos y los segundos transcurrían sin permitirme ser iluminado, hasta que por fin me inspiré, lancé los dados y me encomendé a mi buena suerte.

- Es mi prima, la hija de la hermana pequeña de mi madre, pondría la mano en el fuego de que te he hablado de ella en alguna ocasión -. Con esta primera salva de mentiras intenté confundirla y creo que lo conseguí, ahora venía la segunda parte y la más complicada, intentar enternecerla. - No dejo de mirarte por el espejo -, seguía con mi improvisación. - Y tienes la misma mirada que ella, aunque tu eres mucho más bonita -. Con esta cursilería finalicé mi alegato y esperé sentencia.

- No recuerdo que me platicases de tu prima. ¿Qué emisora quieres oír?

No sé si en realidad me creyó alguna, pero no se volvió a hablar del tema y con eso me conformaba. Tras concederme mi petición musical todo siguió igual que antes, con la gorda, la fea y Chabela que aún dudaba de mi historia, acompañando como podían las canciones que Radio Caliente, mi emisora favorita nos dedicaba. Unos minutos más tarde mi presuntamente engañada amiga bajó el volumen de la radio y mirándome por el retrovisor me quiso hacer partícipe de los últimos sucesos acontecidos en el seno de su original familia.

Su primo Juan, un cuarentón inmaduro casado por cuarta vez y responsable de un número indefinido de niños, recibió una paliza por parte del marido y tres amigos de éste, de la mujer que aceptó sudar entre sus brazos por una noche. Un mujeriego inconsciente y prepotente, hinchado de la seguridad que le proporciona la organización que pertenece. La cuestión es que terminó con dos costillas rotas y las dudas sobre si su ojo derecho soportaría el impacto del bate de madera que le rompieron en la cara. No corría riesgo su vida, pero si estaba en un estado bastante lamentable. Fue este el motivo por el que Miguel abandonó su escondite hacía dos días.

De camino a Real de Catorce, Salomé nos invitó a comer en su rancho, que nos venía de paso. La propuesta fue aceptada por unanimidad, desviándonos de la autopista dos salidas después. Recorrimos durante más de media hora una carretera a tramos asfaltada que nos adentró en el áspero paisaje de la vasta llanura semidesértica del centro del país. El rancho del que un día decidió independizarse Salome, era un conjunto desordenado de casuchas de barro y piedra, separadas por estrechos caminos de tierra. En la distancia se aparecía como un pueblo fantasma crecido en medio de la nada. Su casa la formaban cuatro paredes divididas por cortinas a modo de tabiques, duermen en el suelo sobre viejos colchones rellenos de paja, cocinan y comen en el mismo lugar entre cucarachas y ratas. El “baño” se encuentra a unos diez metros de la casa, tras sortear los tres o cuatro cerdos que tienen atados en diferentes árboles, se deja ver una cabaña hecha de troncos de nopal sujetos entre sí por unas finas cuerdas y apuntalados por unas carcomidas tablas de madera. Apenas se distinguía la pintura blanca con la en algún momento decidieron decorarlo y ahora se mostraba como un enclenque chamizo descolorido por el sol, no supera los tres metros cuadrados y diariamente es invadido por decenas de enormes cucarachas.

Es un pueblo sorprendentemente alegre y agradecido, saborean todos los momentos conscientes de que no van a repetirse y a pesar de ser sus vidas un auténtico infierno para nuestros ojos, consiguen encontrar siempre una excusa para sonreír. Veneran a los mayores e inculcan a los pequeños unos valores éticos que los han de acompañar a lo largo de sus vidas, componiendo el único legado que nadie les podrá arrebatar jamás. Son familias muy unidas que nunca abandonan sus orígenes, los más pobres y orgullosos que he conocido y los únicos que no necesitan nada más que la tierra que los ha visto nacer. La familia de Salomé se mostró encantada de nuestra visita, especialmente Esperanza, la mamá. No puedo describir la humildad de esta gente, nunca me miraban directamente a los ojos, siempre me cedían la palabra ante cualquier amago de comentario, me servían el primero y su mamá no empezaba a comer hasta asegurarse que todo estaba a mi gusto. Me ofrecieron lo poco que tenían y me invitaron a volver siempre que yo quisiese. Salomé tenía cinco hermanas y tres hermanos, al primero que conocí fue a Lucas, que con ocho años es el más pequeño de los nueve, éste es el que menos ocultaba su curiosidad, el menos humilde y el más descarado. Me gustó la forma de ser de ese niño desde el primer momento en que lo conocí, es muy especial y extrovertido, inteligente y exageradamente obediente. La educación de los hijos en este país, más en estos lugares estancados en el tiempo es muy represora, a los niños se les inculca un respeto hacia sus mayores que en la mayoría de ocasiones roza la sumisión. Lucas es un mestizo muy moreno, bajito de ojos rasgados y oscuros, con una exagerada ansiedad por conocerlo todo y de una conmovedora inocencia. Creció en mí un gran cariño por este niño, motivado seguramente porque salvo en la obediencia e inocencia era una réplica chaparrita de mi anárquico hermano pequeño, con Lucas compartí los momentos más desagradables e intensos de toda mi estancia en ese país, pero esto sería más adelante.

Una vez comidos y tras dos horas de sobremesa, decidimos continuar con nuestro viaje, en ese momento se presentaron en la casa las dos únicas hermanas que me faltaban por conocer, tras los saludos pertinentes nos invitaron a una fiesta que celebraban esa misma noche. Salomé nos aseguró que es un acontecimiento anual, el más importante que se celebra en el rancho y que reúne a toda la gente joven de los alrededores. Tras un escueto silencio, algún cruce de mirada y una cómplice sonrisa decidimos quedarnos. No había mucho que ver en ese rancho, por eso no me negué cuando Lucas me hizo voluntario para colaborar en su obligación de alimentar al ganado. Con Lucas, cuatro vacas y tres cerdos transcurrió la tarde.

Era una gran celebración, habían contratado una pequeña orquesta de cuatro músicos que hacían lo que podían para hacernos bailar. Decidieron situar la fiesta en un enorme garaje, aprovechando los tractores que aparcados en círculo limitaban la parte del negocio que el propietario nos permitía utilizar. Las novias de los tres organizadores vestidas con unos improvisados uniformes de botas altas, faldas invisibles, blusas ceñidas y sus “típicos” sombreros eran las encargadas de impedir que nos deshidratásemos. Aquí di mis primeros pasos en el mundo de la cumbia y probablemente los últimos. Media docenas de Coronas después era el rey de la pista, el más alto, blanco y borracho de entre todos los que saltábamos entre los tractores. Me sentía muy bien, envidiado por los hombres que se sabían impotentes de cambiar sus vidas y deseado por las mestizas que con el pretexto de la curiosidad, buscaban a mi lado el recuerdo de una noche exótica en sus monótonas vidas, ignorando completamente a Chabela y sus intentos por marcar su ilusoria posesión. Algo habitual y que descubrí más tarde, era el terminar estas fiestas en pelea, Salomé me informó que era tan normal como que tarde o temprano alguien sacase un arma, pero me aseguró que no tenía nada de que temer, que no se meterían conmigo si yo no molestaba a nadie. Estos salvajes consiguieron hacerme ver como algo normal el reventarse la cara puñetazos bajo cualquier pretexto, una forma divertida de plantearse la noche y seguramente el motivo por el que sólo se celebre una vez al año. Analicé esas peleas en dos categorías, la primera era entre diferentes familias, normalmente estas trifulcas venían de rencores heredados generación tras generación, en esta categoría acaban a hostias todos contra todos, luego estaban las peleas entre miembros de la misma familia o del mismo pueblo, estas son más abundantes pero menos espectaculares, lo solucionan entre ellos o ellas dos, sin que nadie interviniese y termina cuando literalmente uno de los dos se rendía o se quedaba sin dientes. A pesar de todo me lo pasé muy bien, nadie se metió conmigo, más bien todo lo contrario, me invitaron a todo lo que quise y parecían turnarse por hacerme compañía. Es un pueblo muy pobre y muy lejano de cualquier sitio, no están acostumbrados a recibir visitas y menos de un solitario blanco procedente de una gran ciudad a más de quince mil kilómetros, para muchos fui la primera persona no nacida en Guanajuato que habían conocido, para otros sencillamente el primer extranjero. A las cinco apenas quedaba nadie en la fiesta por lo que decidí buscar a mis olvidadas amigas y les propuse el descanso como prioridad para las próximas horas.

Es la familia más amable y atenta que he conocido, pero esa noche no iban a hacer una excepción en sus rigurosos principios y manteniéndose fiel a la base de sus costumbres, la mamá decidió ignorar mi comodidad a favor de la honra de sus hijas solteras, prohibiendo expresamente cualquier posibilidad de pernoctar en su humilde hogar. Sus marchitos ideales me condenaron a la soledad de la noche bajo las estrellas del desierto, me acomodé como pude en una hamaca que colgaba entre dos árboles y me conseguí dormir sin demasiadas dificultades. Antes de esto se presentó Lucas, que había esperado a que su autoritaria mamá se durmiera, para escapar por una diminuta ventana con una manta que tenía preparada para tumbarse en el suelo, junto a ese extranjero que tanto le llamaba la atención.

La mañana siguiente me desperté muy pronto, desvelado por las dos sigilosas hostias que Lucas recibió de su mamá por haber salido de su cuarto de noche, eso sí lo hizo con el mayor cuidado de no despertarme, lo abroncó a susurros y le dio en lugares que no hacían mucho ruido, era una señora muy detallista, todo corazón. El niño no lloró ni se inmutó, está claro que las esperaba, para él fue el precio por su curiosidad y lo pagó estoicamente. Yo con menos orgullo que Lucas opté por hacerme el dormido hasta que la señora se calmase. Cuando pasó el peligro me incorporé. Tras unos minutos intentando encajar todos mis músculos en su sitio me acerqué a la cocina, sin mirar a los ojos a Esperanza le desee buenos días y confiando en no encontrar a ninguna de sus virginales hijas de forma indecorosa, me senté en la mesa esperando que me sirvieran algo para desayunar. Delante mío estaba Lucas, me miraba y se reía haciéndome cómplice de su travesura, yo le devolvía la sonrisa tras asegurarme de que su mamá no miraba. Poco después se despertaron Chabela, la hermanaza, Salomé y las cinco hermanas como si hubiesen tocado diana y me acompañaron en el desayuno. Salomé, sin darme tiempo de insinuar que nos fuésemos cuanto antes, comunicó a la familia que nos marchábamos tal y como terminásemos el desayuno. Cuando sólo quedaba yo por subir al carro se acercó Esperanza y me abrazó, me dijo que presentía que nunca me volvería a ver y me deseaba que todo me saliese bien en mi aventura. Desgraciadamente si que me iba a volver a ver.

El clan al completo salió a despedirnos, todos eran como Salomé, igual de feos y de alegres. Estas familias son como un motor en el que cada pieza es necesaria para que funcione, se basan en unos principios tan básicos como el amor y el respeto y con estos principios se marchan a la tumba sin cuestionarlos jamás.

Esta vez quise ser yo el responsable de manejar los más de tres mil centímetros cúbicos que le regalaron a Chabela. De todos los viajes que realicé, este se presentaba como el más místico por sus inquietantes misterios. Los avistamientos son un hecho habitual, constatado e investigado desde hace muchos años por los más importantes ufólogos. Este pueblo también cuenta con un gran número de testigos que afirman haber tenido experiencias paranormales, las alucinaciones colectivas, los indios y sus drogas, todo en conjunto lo convertía en un lugar muy espiritual.

A escasos kilómetros de nuestro destino, mis cuates, fatigadas de tanto platicar me obsequiaron con la primera pausa de su insustancial conversación. Pensaba en Lucas y en Salomé, en sus amargas infancias y en como la necesidad les roba el derecho a ser niños, sin más futuro que su inmisericorde pobreza, lo comparé con mi niñez y sentí vergüenza por no haber sabido ver nunca lo afortunado que fui.

Vine al mundo para la alegría de éste, un día dos de enero de hace ya más de tres décadas, en una familia humilde, económicamente hablando quiero resaltar. Nací en un buen momento, la verdad. En una Barcelona ilusionada en su mayoría por la próxima muerte de un señor bajito, calvo y algo fascista, que intentó inútilmente borrar todas las señales que identifican nuestra tierra y nuestra cultura, entre otras cosas. Fui el primero en todo, quiero decir sobrino, nieto o hijo de última generación. Un niño tímido, introvertido, sensible y lo suficientemente listo para saberme el protagonista de mi vida y de la de quien me rodeaba, aunque esta sensación de absoluto protagonismo fue tan real como efímera, ya que estando en la cúspide de mi reinado sentimental, irrumpió en mi vida sin previo aviso y sin mi consentimiento, un niño gordo impuesto como hermano, que tras varias etapas de odio se convirtió en mi mejor amigo. Pasé mi niñez sin necesidades de ningún tipo, o al menos yo no me enteré, no hubieron altibajos en mi vida hasta que mis padres decidieron poner fin a su pareja. Pero esto no me marcó tanto como la sucesión de acontecimientos que se precipitaron con esta decisión y que terminó en una enorme ciudad a la que nunca me adapté, conviviendo con un hermano al que odiaba especialmente en esa época y con una madre a quien culpaba de todo lo ocurrido. Pienso en que a pesar de mi rictus de tristeza fui un niño muy feliz y en eso he de felicitar a mis padres. Que fácil lo he tenido todo y que poco lo he sabido valorar, me preguntaba el por qué a mi me lo dieron todo hecho, quería una explicación de por qué yo me lo merecía y Lucas no.

- La próxima ya te desvías -. Informó Lili, que por su volumen en ningún momento abandonó su lugar como copiloto. Tras la indicación de la hermanaza, de nuevo empezaron a platicar y no escucharse. Poco después me integré a la conversación, intentando olvidar la búsqueda de alguna razón que justificase esta triste desigualdad. Finalmente abandonamos la árida monotonía de la Federal 57. Pasado Matehuala a la izquierda, nos informó Salomé antes de quedarse dormida y de nuevo a la izquierda pasado Cedral. Tras un eterno ascenso, entre cientos de curvas, baches y piedras, apareció la entrada del famosos túnel que nos guiaría por una inquietante penumbra hasta el enigmático pueblo de Real de Catorce. Un viejo lugareño es el encargado de alternar el sentido del tráfico en este estrecho túnel, a cambio de una voluntad que en algún momento dejé olvidada por el camino.

Según la tradición, el nombre de la población rememora a los catorce soldados españoles muertos en el siglo XVII, tras un vano intento por pacificar a las tribus de la zona. Un siglo más tarde el descubrimiento de las minas de oro y plata fue el origen del “real” que se estableció en las inmediaciones de los ricos yacimientos.

La hermanaza se había informado de un hotel bastante asequible, una construcción preciosa de principios del siglo XIX, en el que sus propietarios, generación tras generación han destinado el mismo énfasis por conservar su estado original. Sus anchas paredes de piedra adornadas por alegres colores, las plantas creciendo por todos los rincones, esas ruidosas escaleras de madera que conducen a las habitaciones y una exquisita decoración, te transporta a otra época en la que parece, salvo por las tarifas, parada en el tiempo. Tras el habitual regateo con el que me presenté al dueño del hotel, conseguí a muy buen precio una habitación. El único pero, es que se tendría que compartir entre los cuatro. A todas les pareció divertido y a mi no me importó. Como anécdota, nos explicó el dueño del hotel que hacía dos años, durante el rodaje de La mexicana (The mexican), Brad Pitt y Julia Roberts estuvieron hospedados en este hotel, confirmándolo la infinidad de fotos autografiadas que se exhibían en el vestíbulo. El acoso de los incondicionales que se desplazaron hasta este pequeño pueblo para conocer a sus ídolos en persona, fue tan desproporcionado, que los productores se vieron obligados a cerrar al público muchas de las calles que atraviesan el pueblo. Se hizo muy complicado el rodaje, debido a las escasas posibilidades de ubicar la acción sin la intromisión del público, los que les obligó a tomar la decisión de aislar a las estrellas. Creando en el conjunto del pueblo, un ingrato recuerdo de esa visita.

Tras descartarme por unanimidad del sorteo de las dos únicas camas, resignado presencié su injusto reparto. Una no podía descansar en el sofá a consecuencia de su accidente, la otra por su obesidad y a Salomé le daba vergüenza dormir conmigo. Prefería que perdiese Chabela y no quise pensar en compartir ese incómodo sofá con los ciento diez kilos de la hermanaza. Como una secuela de lo que siempre fue mi vida, la fortuna no me quiso sonreír y con todo el aplomo que pude hacer acopio, bromee con Lili asegurándole que no pasaríamos frío, que comentario tan desafortunado y cuantos matices que poder malinterpretar. Nadie comentó nada y tras un escueto silencio, Chabela salió en auxilio de mi penoso e injusto castigo. Bajo la excusa de los problemas que el sobrepeso le podía ocasionar en la espalda de no descansar en condiciones, se ofreció ella a dormir en el sofá. Estaba completamente convencido de que los problemas de peso de su hermana los iba a sufrir yo y no ella, pero no quise herir la sensibilidad de mi amiga y consciente que su decisión se debió a la angustia que no supe disimular, le agradecí el sacrificio.

El pueblo ofrecía muchas posibilidades para entretenerse, pero me decidí por la inquietante propuesta de Quique, un empresario de nueve años que se ofreció para acompañarnos con sus caballos, a visitar las ruinas de lo que llaman “La casa de los espíritus”. Donde aseguran escuchar las voces de las almas que no se resignan a abandonar ese lugar. Tras esta excitante presentación me quedé pensando en si sería capaz de comportarme de forma más o menos adulta si escuchase alguna voz que no fuese la mía ahí arriba. A la excursión sólo se apuntó Salomé, Chabela optó por no arriesgar sus decrépitos huesos en este paseo y Lili en el último momento se compadeció del infeliz animal. Poco después estábamos la mestiza y yo cabalgando por las desnudas montañas de la Sierra de Catorce, emulando las rutas que siglos atrás utilizaban para explotar las minas.

Tras una hora sin rastro de la casa, empezaba a resultar menos divertido el ir golpeándome los testículos con la montura del caballo. Salomé, que prácticamente nació sobre un caballo, guardaba la compostura mucho mejor que yo y tras percatarse de mis reiteradas maldiciones decidió acercarse a mí. Con una sonrisa me explicó la estúpida broma que propuso a las Sánchez antes de conocerme, reconoció que no fue casual el que desorientado pensase que ella era Chabela, cuando se presentó en la estación camionera de San Luis, lo había ideado Salomé para ver mi reacción. No las debí defraudar, porque recuerdo bien la impresión que me dio el ver una chica tan fea presentándose como Chabela. Le aseguré que no me hubiese importado si desde un principio me hubiese enviado las fotos suyas, pero que era un poquito cabrona. Ella se reía.

Lo cierto es que era completamente indiferente como quisiese montar ya que el caballo hacía lo que daba la puta gana, comía cuando le apetecía y arrancaba cuando se encontraba descansado. Entre paradas y resbalones mi torpe y anárquico equino me hizo cuestionar el paseo relajante con el que me convencieron dos horas antes. Por fin llegamos a la famosa casa, las ruinas de lo que en algún tiempo fue la mansión de un rico terrateniente. Cuentan que se volvió loco al quedarse arruinado tras ser abandonado por su esposa y sus cuatro hijas, él las esperó con el deseo de que todo fuese igual que antes cuando ellas decidieran volver. Pasaron los meses sin noticias de su familia y una mañana decidió salir en su búsqueda. Transcurrieron los años y no cesó en su cruzada, hasta que un día reconoció a la que aún era su esposa en un pueblo a 257 kilómetros de San Luis. Hipotecó todo el dinero que le quedaba en construirle la casa más ostentosa de toda la región, desde donde se dominaba todo el pueblo de Real y sus estériles montañas. La mujer conmovida ante las muestras de amor de su marido, aceptó rehacer su vida con el. Una mañana se despertó temprano, se despidió de su esposa y de sus cuatro hijas y se fue a pasear como siempre hacía. La única diferencia es que en esta ocasión apuntaló la puerta y quemó la casa. De esta manera dio por concluida su venganza y desapareció.

Todavía hoy dicen escuchar los gritos de la familia abrasándose en el interior, y no son pocas las personas que aseguran haber visto a un viejo ataviado como siglos atrás, sentado sobre unas rocas frente la maltrecha ruina de lo que un día aparentó ser un hogar. Lo cierto es que causa mucho respeto ese lugar, abandonado en la cima de una montaña en la más inquietante soledad. Se escuchaban insólitos sonidos imposibles de definir, en un primer momento quise pensar que el fuerte viento de ese lugar era el responsable al colarse entre los restos de la antigua mansión, aunque si he de ser sincero, terminé dudando de mi precipitada conclusión. Parecían personas lamentándose, haciéndonos partícipes de un sufrimiento condenado a la eternidad. Me considero una persona relativamente escéptica, pero puedo asegurar que en ese rincón apartado del mundo, fui testigo de algo que aún hoy no soy capaz de explicar, incluso ahora no puedo evitar seguir estremeciéndome por ese recuerdo. Salomé, que como buena mestiza era una consumada creyente de todo lo paranormal, amenazó con irse viniese yo o no, estaba muy asustada y lo cierto es que yo también, así que decidí acompañarla.

El camino de vuelta lo hicimos bajo un sepulcral silencio, pensaba en todo lo que había sentido en esa misteriosa cima pero no sabía como expresarlo en palabras, Salomé debió sufrir algo parecido pues también se mostró abstraída durante el agónico descenso. Esperándonos en una cantina estaban las Sánchez, dejándose querer por uno aldeanos hambrientos de carne. Salomé las saludó e interrumpió sin previa presentación con el confuso relato de nuestra experiencia. Los dos hombres que compartían la mesa con nosotros, aseguraron que esa casa nunca fue abandonada, concluyendo con esta desagradable confirmación el tema que ya deseaba olvidar. Éstos habían ofrecido a las hermanas y más tarde resignados a Salomé y a mí, participar en el famoso ritual del peyote que tenían pensado celebrar al día siguiente. Chabela como era habitual no se encontraba muy bien, por lo que decidió retirarse al hotel, Lili y Salomé la acompañaron con la excusa de ver por la televisión pública la final de una especie de operación triunfo que retransmitían esa misma noche y los aldeanos desaparecieron en cuanto se les escapó el ganado, por lo que pude saborear mi última cerveza en la más reconfortante soledad. Desde el interior de esa vieja cantina, sentado tras un pequeño, sucio y carcomido ventanal de madera, contemplé como se escondía el sol tras las montañas y me dejé cautivar por el hipnótico color rojizo del desierto al anochecer.

“Que vida tan jodida esta, viajar, chingar, dormir, beber. Como hecho de menos despertarme a las seis todos los días, hacer buena cara al encargado y escuchar de mis amargados compañeros sus estúpidos problemas. Tan acostumbrado que estaba yo a eso y ahora ya ves, sufriendo estas horas interminables, tumbado en alguna hamaca en la playa, buceando entre pececitos que no sabía ni que existían, cenando en alguna aldea en medio de la selva o desplazándome con estas barquitas tan inseguras con la intranquilidad de perderme solo en alguna de estas playas vírgenes. No quiero dar pena, pero necesito desahogarme con alguien y con quien mejor que contigo ...”

Así empezaba la carta que decidí enviarle a mi hermano, cuando cubierto por un invisible velo de nostalgia me presenté en el hotel. Un resumen de lo que estaba siendo mi aventura.

Al día siguiente me desperté sobre un charco de sudor a casi cincuenta grados, por lo que decidimos conocer sin prisas y con pausas, todos los rincones de este misterioso pueblecito. Entre los continuos descansos que las estropeadas hermanas exigían, las Coronas y sus inagotables pláticas, se hizo la hora de conocer ese exótico ritual que nos habían propuesto el día anterior.

La ceremonia consiste en ascender hasta un punto en concreto de la sierra, donde aseguran que existe una elevada concentración de energía cósmica. Normalmente este ritual es dirigido por un chamán, pero éstos sólo se dejan ver en los días previos al cuatro de octubre, festividad de San Francisco, su iglesia parroquial es lugar de peregrinación para honrar la imagen del santo que la población considera milagrosa. Los indígenas huicholes llegan desde el estado de Nayarit, recorriendo a pie más de quinientos kilómetros para recolectar y consumir en un ritual colectivo, el hongo alucinógeno. En ausencia de un chamán se ofreció a adentrarnos en este mundo un viejo indio adicto al peyote, que aprovechando su evidente experiencia en este ritual, ofrecía sus servicios a cambio de una ayuda que le permitiese calmar la ansiedad de su adicción. El ritual empieza con una surrealista invocación a las fuerzas espirituales que habitan el lugar, aunque supongo que esta primera parte hubiese resultado más convincente de haber sido iniciados por un chamán capaz de afrontar esta invocación sin caerse continuamente al suelo. El siguiente paso es ingerir el peyote que fragmentado a partes iguales se reparte entre los presentes, su efecto es inmediato y las palabras del chamán empiezan a parecer creíbles. Te sugestiona hasta el punto de crear una patética alucinación colectiva, en la que una mezcla de turistas, indios y algún hippy colocados hasta el culo, ríen y lloran implorando ser rescatados por sus amigos los marcianos. Pocas horas después de su experiencia, los iniciados se arrastraban por el suelo en un estado lamentable, las alucinaciones habían terminado y en su lugar una especie de migraña se encargaba de recordar su estúpida experiencia espiritual. Un espectáculo penoso que se repite casi todos los días en algún lugar de la Sierra de Catorce y que deshizo toda mi curiosidad por probar ese hongo. Pero lo peor de esa noche aún estaba por llegar. Nos encerramos en la habitación tarde y cansados, por lo que no fue necesario convencer a nadie para dar por finalizada la jornada. Esa madrugada realmente pasaron cosas extrañas.

Chabela quedó sumisa a su inconsciencia al momento de acariciar el sofá, media hora más tarde la fatiga nos había vencido al resto. Fueron unas leves convulsiones de mi cuate las que me arrancaron de la dulce pasión de ese primer sueño. Supuse que una pesadilla era la responsable de que no descansase y en consecuencia yo no pudiese dormir, por lo que intenté sin resultado despertarla. Empezó a llorar en mi primer intento por privarle de su letargo, al segundo despegó sus párpados para odiarme con la mirada, insultándome con una ristra de injurias que hasta ese instante dudaba que conociese. Se mostraba incomprensiblemente enfadada y gesticulaba de un modo demasiado agresivo, por lo que opté por un incómodo sillón para superar el resto de esa extraña noche. Me sentía muy inseguro, no entendía nada y no sabía que hacer, por lo que me resigné a observar e intentar descifrar su extraña y afortunadamente corta conversación. Aproximadamente fueron dos horas las que necesitó mi cansancio para vencer la incomodidad del sillón, cuando el crujir de los peldaños de la vieja escalera me hizo de nuevo despertar. Desorientado por la intrigante oscuridad, rota ínfimamente por la sutil luz de una luna creciente y torturado por el más absoluto silencio, pude sentir el leve sonido del pomo al girar, mientras que lentamente la puerta se empezó a abrir. La luz exterior delataba una enorme sombra que ocupaba en casi su totalidad el espacio de esa vieja sala en la que me obligaron a dormir, mi limitado ángulo de visión impedía distinguir la silueta que lentamente se formaba bajo el umbral de la puerta. tras unos insufribles instantes de pánico esa persona se adentró en la sala. Fueron tres o cuatro segundos los que tardé en reconocer la inexistente belleza de Salomé y otros tantos lo que tardó, consciente de haberme asustado, en pedirme disculpas por su indiscreción, mientras se retiraba entre risas por la patética imagen con la que la recibí, retorcido en un pequeño sillón y con la cara desencajada por el miedo que por unos momentos en plena madrugada me hizo sentir. El lavabo se encuentra fuera de la habitación y la chica sin tener en cuenta las consecuencias, en plena crisis urinaria optó por homenajear a sus riñones con una agradecida micción. Empezaba a clarear cuando sin considerar esa noche vencida, conseguí a la tercera dormirme. Chabela afortunadamente no se había vuelto a desvelar, sus pláticas terminaron al poco tiempo de empezar y no volvió a dar señales de vida hasta media mañana, cuando me despertó para invitarse a desayunar.

Mientras almorzábamos aseguró que no recordaba nada de ese extraño comportamiento del que según mi versión, hizo que optase por dormir en ese desagradable sillón, pero maldijo los pinches tambores que no le dejaron dormir en toda la noche. No sabía de que me estaba hablando, aseguraba que escuchó una especie de música tribal que parecía provenir de las montañas. La miré incrédulo y le aseguré que había pasado despierto gran parte de la noche y que en ningún momento me percaté de que ella se despertase y tampoco escuché ningún tambor. No le quisimos dar mayor importancia a ese hecho y lo intentamos olvidar con la excusa de que había sido un sueño. Tras comer sin hambre el insulso desayuno, pagué sin ganas al viejo mesero que nos atendió. De vuelta al hotel encontré de nuevo a Quique con dos de sus caballos, éste se acercó a mi para proponerme otro interesante paseo. Aún tenía demasiado presente el recuerdo del primero, por lo que le contesté educadamente, lo que en términos profanos se podría traducir como que lo iba a acompañar su puta madre. Llegamos al hotel con la intención de despertar de su exagerado descanso a nuestras cuates, pero no fue necesario, estaban sentadas en el sofá. Lili muy seria, sin darnos tiempo a preguntar el motivo de su aflicción, nos aseguró que había pasado mucho miedo esa noche, que no dejó de tener pesadillas y aseguraba que había sido por culpa de los inquietantes tambores que no dejaron de sonar. Esos momentos de confusión los aprovechó Chabela para proclamar una razón, que por descontado no le di. Soy completamente consciente de que nadie tocó ningún tambor esa noche y Salomé lo confirmó, aunque también aseguró no haberse levantado al lavabo en toda la noche. Lo cierto es que ocurrían cosas muy extrañas en ese lugar, no quería pensar en santos milagrosos ni en sucesos paranormales, descarté las presencias extraterrestres y me cagué en la energía cósmica, pero realmente no supe encontrar una explicación razonable a las cosas que estaban ocurriendo en ese pueblo de mierda, por lo que fue consensuada la oportuna decisión de abandonar ese extraño lugar y sus putos misterios.

Menos de dos horas fueron las que tardé en recorrer los 250 kilómetros que me separaban de la capital homónima del estado de San Luis. Estacioné detrás de la camioneta de Moisés, que había decidido dedicar su descanso dominical en visitar el rancho donde viven sus hermanos, se encontraba parcheando un manguito de su vieja Chevy cuando lo saludé desde el interior del lujoso Dodge. Me despedí de mis tres amigas en el mismo carro, a las hermanas Sánchez no tardaría en volverlas a ver y desgraciadamente a Salomé tampoco.

Sin darme tiempo a llegar a la habitación mi casero me propuso que lo acompañase a su rancho. Estaba a una hora de camino, pero entre mis aventuras y su interesante pero monotemática conversación sobre el idílico mundo prehispánico, nos presentamos en nuestro destino sin darnos cuenta. Salió a recibirnos doña Lupita, una anciana negra y muy arrugada que resultó ser la viejecita más entrañable, dulce y cariñosa que conocí en ese estado. Formaba con José, el hermano mayor de Moisés, un matrimonio muy original, por un lado destacaban los ciento cincuenta kilos y casi dos metros del primogénito de los Martines, ante los poco más de cuarenta kilos para el metro y medio de su mujer, sin olvidar los treinta años que separan a José de su adorada y anciana esposa. Nos informó que su marido no había regresado aún de la iglesia, estaba con su padre y su otro hermano y era posible que no viniesen directamente al rancho, por lo que incapaces de mantener una conversación interesante con la viejecita optamos por ir a buscarlos. Pacientemente decidimos esperar sentados en un sucio banco de piedra rojiza, bajo la sombra de un enorme pino que crecía frente la parroquia. Resultaron ser una ejemplar familia de Cristianos Evangelistas, donde la bondad, la caridad y el respeto, no pertenecen sólo a la arcaica retórica de ese libro de instrucciones en forma de Biblia, que los cristianos de mi mundo ignoran cuando les interesa. Viven del ganado y de sus cosechas y no necesitan nada más que sus tierras y su fe para vivir en paz. Es durante sus congregaciones dominicales donde alteran la monótona tranquilidad de sus vidas, cuando poseídos por la euforia de su fe, rezan como pueden y lloran desconsolados, torturándose el alma por los pecados que nunca llegan a cometer.

- ¡Aleluya!, ¡aleluya!, ¡aleluya! -. Era todo lo que se escuchaba tras los gruesos portones de esa vieja iglesia. Exhaustos pero felices, abandonaban por fin ese orgasmo celestial con el que el beato clan de los Martines adoraban semanalmente a su creador. Era tarde y teníamos mucha hambre, por lo que las presentaciones no se demoraron demasiado y juntos regresamos al rancho. La pasa, como se refería en secreto mi cuate a su cuñada doña Lupita, había encendido un fuego con unos troncos secos de nopal y dispuso la comida previniendo el apetito con el que nos presentaríamos. Unas decenas de elotes tostándose sobre las brasas y un par de conejos sacrificados para la ocasión formaban el menú que tras agradecer al Señor, nos dispusimos a devorar. Dudaba si el silencio se debía a su extrema devoción en sus creencias o simplemente tenían mucha hambre, por lo que prudentemente esperé que fuese otro quien rompiese el hielo, hasta que Moisés preguntó por las tierras, desatando una conversación que terminó definitivamente con ese incómodo silencio. José le explicaba a su hermano las agotadoras jornadas de catorce o quince horas que venía realizando las últimas semanas, a consecuencia de un caprichoso vendaval que arruinó la cosecha de todo un año, pero poco después desviaron la plática a su terreno, conscientes del ateísmo de su hermano, me preguntaron sin preliminares a qué orden profesaba mi fe.

- Pienso que una fuerza superior ha creado la vida y al ser humano tras un interesante proceso evolutivo. Pero siempre he sido muy tolerante con las religiones y creencias -. Este comentario se estaba convirtiendo en mi discurso inaugural ante cualquier presentación social. La familia no le dio mayor importancia a mis palabras, supongo que pretendían presionar de esta manera a la oveja descarriada de la familia para convertirlo, pero les salió mal la jugada. José se comprometió a enseñarme la técnica de cortar y comer las famosas tunas (higo chumbo) sin atravesarme las manos con las afiladas púas del nopal. Me resultó bastante sencillo y ante el asombro de la familia aprendí relativamente rápido. No fueron los primeros ni los últimos que sorprendí en ese país, ante la incredulidad de muchos demostré que podía soportar el cansancio, el dolor o el miedo como cualquier pinche mexicano, todo por culpa de un estúpido tópico con el que tachan a los europeos de blandos y torpes. Empezaba a sentirme muy cansado por lo que le pedí a Moisés el dar por concluida la visita y volver para casa, encontró en mi propuesta su excusa perfecta, se incorporó al momento e informó de nuestro plan. Tras el repetido “os escribiré” me despedí para siempre de José, de su pasa y de la paz que envuelve a ese rancho oculto entre áridas montañas.

No encontré el momento para desnudarme, tampoco me despedí de Moisés cuando me encerré en mi habitación, estaba demasiado fatigado como para ser fiel al protocolo, por lo que me entregué a mis sábanas con la misma ropa que unas horas antes ahumaba junto al fuego.

Era media mañana cuando Chabela se presentó en el cuartito con un sabroso bizcocho que traía cubierto con un periódico. Mientras almorzaba en la cama le expliqué por encima como había ido mi excursión con Moisés, pero mi evidente falta de estímulos para platicar en esos traumáticos minutos posteriores a abandonar mi sueño, le hicieron sentirse responsable del peso de la conversación. Se incorporó y alcanzó el periódico que minutos antes había servido para proteger mi bizcocho. No fue necesario abrirlo, pues lo que pretendía enseñarme era la foto de la portada. Se trataba de uno de los periódicos sensacionalistas con más tirada en el país, bajo el titular “posible ajuste de cuentas en Matamoros” se mostraba la fotografía de una camioneta incinerada, con cuatro cuerpos calcinados en su interior, la camioneta apareció medio hundida en un lago que pude reconocer. El artículo que a pie de foto resumía la dantesca imagen, especificaba que la muerte no se debió al fuego, sino a los múltiples disparos que recibieron en la cabeza, fue posteriormente cuando prendieron el vehículo para evitar confusiones sobre su autoría, afirmaba el periodista que era el modo de operar de Costilla, detalle que confirmó su prima. Mi amiga disponía de los datos que desconocía el periodista y que completaban la información de ese artículo. No supo disimular su orgullo cuando aseguró que las víctimas eran los cuatro hombres que una semana antes habían apaleado al primo Juan por sus escarceos amorosos. Fueron los sicarios de Miguel quienes raptaron a los cuatro desgraciados, siendo Costilla el que decidió asesinar a los tres primeros, dejando al cornudo y apaleado marido como testigo de las consecuencias de su error. Finalmente el propio Juan fue quien se encargó de liquidarlo. Tras su vendetta, el primo Miguel de nuevo se escondió en su madriguera de San Luis.

No sabía que pensar y aun menos que hacer, estaba horrorizado. Pocas semanas antes había conocido a los autores de esa barbarie, con Juan incluso conectamos muy bien desde el primer momento que nos presentaron, no entendía como pudo hacer eso y no me sirvió la defensa que presentó Chabela, alegando que no les habían dado otra opción que vivir así. Tampoco podía quitarme de la cabeza las repercusiones legales que pudiese representar el conocer la identidad de los responsables de esa matanza y no hacer nada, o la reacción del propio Miguel si se enterase de las confidencias con las que su inconsciente prima me hizo cómplice. Fueron en estos momentos cuando realmente tomé consciencia del tipo de personas que formaba esa poderosa familia.

Cambió radicalmente de tema y me informó que su ex había realizado unos análisis a su papá para descartar cualquier proceso cancerígeno, pero estaba muy asustada por una orden expresa de Miguel, en la que prohibía al médico hacer partícipe a la familia de su diagnóstico. Había decidido viajar esa misma tarde de nuevo a Matamoros, sólo vino a despedirse, su papá se comprometió en telefonear a Teresa y ella debía de hacer acto de presencia en su casa. Me aseguró que le gustaría que fuese con ella, pero entendía que me resultase incómodo volver a Matamoros y no quería agobiarme con sus problemas. Por mi parte le dije que era muy triste no poder estar con ella, no darle el apoyo que tanto necesitaba en esos momentos, pero le aseguré que no iba a permitir que mi egoísmo me hiciera sentir culpable por impedir que dedicase toda la atención a su papá.

De nuevo nos dijimos adiós, ella se marchó a Lomas a esperar la llamada de su enfermo padre, mientras que yo recorrí las tres cuadras que me separaban de la cabina de teléfono que destiné para reservar el boleto del camión que me llevaría a Acapulco al día siguiente.

V

Fueron los 810 kilómetros más dulces de toda mi aventura, tardé poco más de una hora en dormirme y abrí los ojos en Guerrero, estado del que es capital Acapulco. Media hora después estaba pisando la famosa avenida Miguel Alemán, popularmente “La Costera”. Tras un paseo de más de una hora por la infinita avenida, encontré un lugar a pocos metros de la Quebrada donde rentaban camas, una especie de dormitorio social destinado al turismo más rácano. Yo reunía los requisitos, por lo que formé en ese antro mi hogar por tres días. Era una construcción rectangular dividida por unas delgadas mamparas de yeso, que guardaban como podían la intimidad de los huéspedes. Me hacía gracia el pensar que me encontraba en uno de los lugares con más glamour del mundo, hospedado en lo que parecía una especie de paso previo a la indigencia, compartiendo sueños y pláticas con unos cuantos desgraciados, borrachos como cubas que entre eructos me explicaban lo duras que eran sus vidas.

Acapulco fue el puerto del Pacífico más importante de Nueva España en la época colonial. Fue descubierto por los españoles en 1532 y se convirtió en el puerto de atraque de los barcos que procedían de Manila con las mercancías de las colonias de oriente. Los cargamentos se transportaban de aquí al puerto de Veracruz para embarcarlos con rumbo a España. El declive de este importante puerto se debió a la apertura de otra ruta entre Manila y Cádiz por el Cabo de Buena Esperanza y permaneció aislado hasta la construcción de la carretera a México DF en 1927, fue con la construcción del aeropuerto a partir de los años cuarenta cuando comenzó su desarrollo turístico.

Eran las diez cuando el pueblo empezó a despertar y con él la triste realidad del Acapulco que no se ve en las fotos. Me encontraba rodeado de pobreza, de ancianos y enfermos mendigando bajo sus precarias e inseguras viviendas, de niños jugando descalzos entre la basura que se amontonaba a la orilla de ese laberinto de estrechas callejuelas que dividen la ciudad. Eran muchas las personas que caminaban ausentes de su realidad, las adicciones se mostraban en su etapa final en estos seres sin voluntad que ofrecían todo tipo de drogas ante la mirada de un número desproporcionado de permisivos policías. Guerrero es uno de los estados más pobres de México, aunque nadie se lo puede imaginar observando las ostentosas mansiones y esos lujosos hoteles construidos a pocos metros del auténtico Acapulco, edificaciones que aparecen entre la más exuberante vegetación o sobre la arena dorada de esas infinitas playas de ensueño, todo tipo de comodidades para un turismo atraído por el carisma de la “perla del Pacífico”.

Mi primera parada fue en el viejo muelle, donde observé a lo lejos un rótulo en el que se ofrecía la posibilidad de rentar una embarcación, una enorme barba canosa escondía al viejo patrón que me amplió la información de su oferta. Un viaje por el mar a los rincones más emblemáticos de Acapulco, desde la Virgen sumergida hasta los inconscientes clavadistas, todo amenizado con la espectacular imagen de la bahía desde el océano. Era una oferta muy tentadora, pero no nos pusimos de acuerdo con el precio, por lo que decidí volver más tarde con la convicción de que encontraría algún desesperado que me haría feliz a cambio de una razonable compensación económica. Frente el muelle, cruzada la Costera nace un mal adoquinado callejón que permite el ascenso hasta la Quebrada, un impresionante precipicio donde al caer la tarde, puede asistirse al espectáculo de los famosos clavadistas, que se lanzan desde una altura de 45 metros en el punto donde las olas rompen contra el fondo rocoso. Compré una entrada para contemplar los saltos desde una terraza a pocos metros del espectáculo, pero faltaban cinco horas para la primera serie, por lo que aproveché para conocer ese enigmático pueblecito del que no nos hablan las agencias de viajes. Tras mi escueto paseo por el paupérrimo zócalo, rodeado de molestos comerciantes, mendigos y miseria, decidí comer en una preciosa terraza junto al mar. Con una pajita penetrando el virginal orificio de un enorme y peludo coco, contemplé las agresivas olas que contradecían el nombre de este mágico océano.

Ya eran las seis, cuando armado de mi nikon y sentado en primera fila me dispuse a inmortalizar a estos inconscientes que se lanzan al infierno por un plato de sopa caliente. Seguramente los tenía muy idealizados por lo que a pesar de los espectaculares saltos abandoné la terraza algo decepcionado. Tenía la intención de visitar el conocido Fuerte de San Diego, por lo que pregunté su ubicación a la primera persona que se cruzó en mi camino.

- ¿Eres español?, preguntó con curiosidad.

- Casi, soy catalán-. No sé por qué le contesté esto, con lo discreto que soy para mis cosas.

- Yo también soy casi español, pero Vasco-. Tras este absurdo diálogo nacionalista nos presentamos.

Carlos nació en un pequeño e impronunciable pueblo a las afueras de Bilbao, escapó de un destino entre cerdos y vacas en la granja de su padre con la ilusión de estudiar periodismo y conocer otra vida. Lo consiguió, pero se enamoró de una guapísima mexicana y terminó limpiando platos en un hotel de lujo en el centro de Acapulco. Le propuse acompañarme como guía en mi visita al famoso fuerte, aceptó e indicó con un gesto a su mujer, la guapa mexicana del que un día se enamoró, que se aproximase para presentarnos.

El Fuerte de San Diego es una gran fortaleza pentagonal que se levantó a comienzos del siglo XVII al oeste de la bahía para defender el puerto de Acapulco de las incursiones de los piratas ingleses y holandeses. Se reconstruyó en 1776 y hoy es el Museo Histórico de Acapulco, reconstruye la historia de la bahía en relación con las rutas comerciales y el tráfico con oriente. Una exposición del todo tediosa, sin más emoción que la media hora invertida a la salida del fuerte, mirando con una absurda sonrisa como luchaban dos iguanas por los favores de una entregada hembra. La esposa, cuyo nombre no logro recordar del idealista exiliado, nos invitó a una última copa en una pequeña cantina que explotaban sus padres, poco después me hizo partícipe de la excursión que planeaban para el día siguiente y propuso que los acompañase, era a una pequeña cala que conocían en La Roqueta, una idílica isla frente a la bahía. Casualmente me propuso el mismo viaje que unas horas antes intentaba negociar con ese viejo y barbudo marino, por lo que no dudé en apuntarme a la excursión, aunque me sentía algo incómodo siendo el culpable de convertir en multitud su compañía. La chica me comprendió y tras sonreír a su marido, me aseguró que convencería a su hermana mayor para que nos acompañase. Acepté encantado la propuesta, aunque receloso por esa última sonrisa que interpreté, como una señal de satisfacción por haberle organizado a su poco agraciada hermana una especie de cita a ciegas. Nos despedimos por esa noche y en un barato y solitario restaurante hice una última parada antes de abandonarme entre mis almidonadas y en algún tiempo blancas sábanas. Tras recibir la llave de la recepcionista y diez minutos de plática con la tetrapléjica suegra de mi casera me encerré en mi más que nunca humilde estancia. Con el inquietante sonido de sus flemas golpeando contra el suelo me acosté, intentando ignorar al enfermo que pernoctaba a un par de metros.

Me desperté tarde, cansado y con apenas tiempo de compra un par de sopes que engullí mientras caminaba hacia el fuerte, lugar donde me esperaba Carlos, su esposa y la hermana. Ivonne resultó ser la cuñada del Vasco, una atractiva rubia de ojos azules, hija de inmigrantes franceses que nació y se doró bajo el sol de Acapulco. Se presentaba con veinticinco primaveras y una sonrisa que parecía sincera, no era tan guapa como su hermana, pero desplegué el plumaje al no encontrar ningún motivo por el que despreciar tan tentadora presa.

Gracias al transparente suelo de la embarcación de un amigo de Ivonne pude ser testigo del mal gusto con el que se aparece bajo nuestros pies la tétrica estatua submarina de la Virgen de Guadalupe, con sus brazos abiertos y su mirada perdida se mostraba como un solitario fantasma sobre su pedestal de ofrendas. Tras la devota parada de nuestro patrón por fin pusimos rumbo a la paradisíaca playa que nos aguardaba en la más absoluta soledad. Al momento de pisar la arena nuestras amigas se desnudaron con una naturalidad que yo no supe interpretar, Ivonne maltrataba su esfínter con una estrecha tira de algodón que separaba sus bronceadas nalgas y con dos diminutos triángulos en forma de sostén desapareció entre las suaves olas del océano. Me encontraba bajo un intolerante sol, en alguna playa desierta de una preciosa isla del Pacífico, a pocas millas de la bahía de Acapulco y acompañado por dos preciosas mujeres con ganas de pasarlo bien. Que amarga es la nostalgia.

Entre asfixiantes sesiones de rayos uva, pláticas bajo la sombra de centenarias palmeras que respetuosas se inclinaban ante la belleza del Pacífico, e inmersiones en ese cálido mundo marino transcurrió el día sin poder evitarlo y antes de lo que deseábamos se presentó en nuestra isla el amigó patrón para llevarnos de nuevo a puerto. En el mismo muelle nos despedíamos, cuando viéndome en la frontera de la gloria o el olvido decidí no dar por perdida la presa, amparándome en la única religión por la que vale la pena mentir.

- Pensé que no me lo pedirías -. De esta manera aceptó mi compañía para el día siguiente y delató la curiosidad que le desperté.

Era relativamente temprano, pero me encontraba exhausto por lo que decidí ir directamente al “hotel” donde de nuevo me dormí con la insufrible nana del tuberculoso.

Era la misma hora y el mismo lugar, pero esta vez fui yo el que esperó. Unos minutos más tarde se presentó Ivonne con un par de entradas para el Mágico Mundo Marino que había conseguido de un resignado pretendiente. Un parque acuático muy sencillito con una modesta colección de bestias submarinas divididas en diferentes acuarios. Tras la visita entre animalitos y el reencuentro con mi niñez en los diferentes toboganes, nos encontramos de piscina en piscina platicando, jugando y riendo hasta que educadamente nos recordaron que debían cerrar.

Era un lugar que aseguraba conocer sólo ella, donde contemplaba como se escondía el sol cuando se sentía triste e insistió en que la acompañase a conocerlo. Caminamos un par de kilómetros por un escarpado camino de tierra comido por una densa vegetación que nos adentró en un pequeño bosque, entre los árboles se distinguía una antigua muralla colonialista semi-derruida por el abandono al inexorable paso del tiempo, por una estrecha grieta la pudimos atravesar, apareciendo sobre un saliente de piedra que se proyectaba sobre una pared vertical a más de cuarenta metros de altura. Intimidado por ese poderoso paraje decidí liberar de su responsabilidad a mis temblorosas piernas y sentado pude contemplar junto a mi cuate como se fundía el cielo y el mar en un precioso mosaico azul y rosa. Fue en ese momento, abrazados en la tenue claridad de nuestro romántico anochecer y bajo la atenta mirada de una curiosa e impaciente Luna, cuando Ivonne decidió desprenderse de su ajustada blusa, liberando uno pechos que apuntaban directamente a mi corazón. No era el fin de mi aventura, pero no quise dejar sin final esa tarde, por lo que entre besos y caricias nos dejamos envolver por el influjo de esa incipiente oscuridad. Una vil traición de mi subconsciente proyectó la imagen de un cuerpo en el interior de una camioneta calcinada, que unido a ese apetecido pero inquietante conato sexual sobre una roca a más de cuarenta metros del suelo, hicieron que parte de mi cuerpo se relajase, concentrándose toda la paz que nos envolvía en el lugar menos oportuno. Los intentos de mi amiga por reanimar mi flácido orgullo resultaron del todo inútiles, por lo que me resigné a contemplar las estrellas abrazado a la insatisfecha Ivonne.

Mi tercer día en el pueblo me desperté preocupado por la suerte de mi vecino, en toda la noche no se escucharon sus flemas ni sus reiteradas maldiciones. La casera me informó que esa misma mañana encontraron al pobre desgraciado inconsciente sobre los peldaños que conducían a las habitaciones, una intoxicación etílica era el motivo que al momento diagnosticó el licenciado que se presentó con la ambulancia.

Con Ivonne había quedado en la Caletilla, una de las playas más emblemáticas de la bahía. Era casi medio día cuando hice acto de presencia, ella llevaba un par de horas tostándose en la arena, la rodeaban tres gringos que no dejaban de hacer el imbécil por conseguir sus favores, aunque a ella no parecían molestarle mucho me presenté sacando pecho y desafiándolos con la mirada, pero no fue hasta el primer beso que conseguí hacerlos desistir de sus patéticos intentos por seducirla. Se incorporó sonriendo ante mi patética muestra de virilidad y tras reprocharme con una diplomática sonrisa mi retraso me aseguró que se moría de hambre, por lo que decidí compensarla en un acogedor chiringuito de madera y paja que había en esa misma playa. No sé si fue el exceso de vino o el kilo y medio de camarones con que lo acompañamos, pero necesitamos dos horas de sobremesa y un par de kilómetros de paseos por la arena para poderlo digerir. Soy consciente del importante papel del alcohol en la posible distorsión de este recuerdo en concreto, cuando me imagino paseando en silencio de la mano de una exótica guerrera, pensando en lo afortunado que era por poder vivir esta experiencia imposible de narrar, con ese espectacular océano acariciándome los pies y el sonido de la brisa al esconderse entre las palmeras, los minutos pasaban lentos mientras a lo lejos un presumido Sol nos invitaba a saborear su lenta procesión al fundirse en el Pacífico.

Estábamos sentados sobre unas rocas separados por unos pocos metros, mirando extasiados como un agonizante astro nos proponía acompañarlo hasta el horizonte por una temblorosa senda que dibujaba en el océano, cuando Ivonne se incorporó y propuso rentar un patín para contemplar el emotivo crepúsculo desde el mar. Media hora más tarde por decisión consensuada hacíamos el primer y último descanso de esa excitante travesía. Nos encontrábamos a cien metros de la costa cuando dejamos de pedalear para concentrarnos en no hacer nada. Pocos minutos después Ivonne se sentó sobre mis rodillas atravesando esos últimos rayos de sol que la convertían en una sensual silueta, que se desnudaba mientras se movía al ritmo de una oportuna ranchera que sutilmente nos hacía llegar el mariachi de turno de alguna cantina a lo lejos. Tras sus besos y mis caricias decidimos no esperar a ninguna serpiente para empacharnos con su manzana prohibida, ella me amó con pasión y esta vez la pude compensar manteniendo firme mi auto estima.

No pretendía herir sensibilidades, pero tampoco quería complicarme aún más mi estancia en esas tierras. Ella se insinuó y yo no quise resistirme, no prometí nada que me pudiese reprochar, por lo que hice acopio de valor y sin intentar agotar una vía diplomática me sinceré a mi manera mientras terminaba de acomodarme el bañador.

- Sería un sueño vivir aquí -. Lo encontré apropiado para preparar el terreno al que torpemente pretendía llegar. - Pero apenas me queda dinero y antes de regresar a San Luis me haría ilusión conocer otros estados como Oaxaca o Chiapas -. Prudentemente aguardé una reacción que no se produjo, por lo que proseguí con mi argumentación. - Y si nada me lo impide tengo pensado partir mañana -.

Dedicamos media hora de insustancial plática sobre el patín antes de poner rumbo a tierra firme, una compasiva corriente nos empujó hasta la oscura pero aún cálida arena, y tras diez minutos de paseo decidimos desviar nuestros rumbos en la misma Costera. Con una surrealista indiferencia se despidió para siempre sin la menor muestra de aflicción. Yo no estaba triste, pero me jodía que no lo estuviese ella, supongo que quiso de mi lo mismo que yo de ella, jugó y me utilizó como intenté hacerlo yo, no sabía si sentirme bien o mal, por lo que decidí no pensar más en esa vieja e irme a cenar algo suavecito antes de finalizar mi etapa en este contradictorio estado que es Guerrero.

Como tenía previsto, al día siguiente cargué mis trastos en la mochila y tras despedirme de la casera, de la omnipotente tetrapléjica y de un par de borrachos con los que me sorprendí platicando en más de una ocasión, me puse dirección a la central camionera de Acapulco. Lo cierto es que la parte pobre de esta ciudad es del todo desagradable e insegura y la rica es demasiado cara por lo que opté por buscar nuevos paraísos.

Tres meadas repartidas a lo largo de doce agónicas horas de curvas e insomnio amargaron mi impaciente espera, pisaba con ganas pero sin fuerzas el agrietado suelo de la estación de Puerto Ángel, cuando un desvelado taxista me asaltó, convirtiéndose en víctima de su propio orgullo al aceptar el resultado de la negociación de sus tarifas. Una paupérrima construcción elevada sobre un inseguro terreno fangoso se anunciaba como el único hotel que priorizaban mi necesidad a su descanso, un conjunto de más de cuarenta precarias habitaciones a medio construir que se habían convertido en el refugio de mendigos y prostitutas, fue el lugar donde la presión de esa fría madrugada me obligó a pernoctar, guardé mis escrúpulos en la mochila e intenté relajarme en el inquietante silencio de ese lúgubre hotel, hasta que los desesperados reproches de una amargada madre que no lograba convencer a su desganado retoño de la importancia del almuerzo, se convirtieron en mis primeros y últimos buenos días en ese lugar de mierda que algún desaprensivo edificó sin respetar la estética de ese precioso rincón del Pacífico.

Puerto Ángel esconde la timidez y su riqueza tras una tranquila bahía protegida por enormes paredes rocosas, un pueblecito de pescadores fiel a la herencia de sus ancestros que no se han dejado seducir por las contradictorias ventajas del turismo. Este pueblo existe gracias a una pequeña comunidad de pescadores que se saben afortunados de habitar ese lugar, gentes humildes que no disimulan su curiosidad por saber que existe detrás de sus bosques mientras presumen de la fidelidad que profesan a su tierra. A pesar de encontrar en este lugar la excusa perfecta para olvidar quien soy, no fue suficiente para convencerme de pasar otra noche más ahí, ya no me conformaba sólo con encontrar paz y bellos parajes, ahora necesitaba nuevas emociones que presentía me estaban aguardando.

Gracias a los desinteresados consejos del resignado taxista que se presentó la noche anterior supe de la existencia de la playa de Zipolite, que resultó ser la más enigmática de todo el litoral oaxaqueño, en este desconocido rincón del Pacífico encontré la vida tal y como había sido creada para mi, un paraíso hippy del que pocos conocen su existencia. “Lo Cósmico” es el apropiado término con el que se bautizó a un ordenado conjunto de cabañas de madera y paja que se escondían bajo las altísimas palmeras que encerraba su oxidada verja. Las habitaciones eran muy baratas a pesar de su precio por lo que no dudé en “detener el tiempo un instante”, varios desniveles dividían la única estancia que bajo un inclinado techo de paja se mostraba elegante a la par que exótica, exhibiendo a través de los enormes ventanales la mágica nitidez de un cielo y su océano, fundiéndose tras el verde intenso de unas palmeras que buscaban su espacio entre las idílicas cabañas que salpicaban esa fina y blanca arena.

Un venenoso escorpión y una bolsita de maría fueron las dos sorpresas con las que mi nuevo hogar me recordaba las ventajas e inconvenientes de disfrutar del encanto de este paraíso. El inquietante escorpión sentenció su vida a muerte al momento de adelantarse al escondite que había destinado la custodia del dinero, intenté por las buenas razonar con el maldito alacrán pero se obcecó y me obligó a pedir refuerzos. Benito, el conserje, camarero y sobrino del propietario fue el encargado de abandonar el sueño de medio día que la marihuana le produjo, para olvidar los principios de paz y amor que un día adoptó y esparcir las entrañas del desdichado animal de tres zapatillazos. En cuanto a la bolsa de maría que los anteriores inquilinos dejaron olvidada tuvo unas consecuencias bastante más gratas, tras cerciorarme de que el hallazgo estaba seco e infumable quise aparentar ser una persona honrada y se la entregué al polivalente encargado, quien agradeció el gesto con la promesa de premiar mi decencia con el fruto de su particular cosecha.

Inclinado sobre la barandilla que limitaba el inseguro balcón observé un misterioso sendero que se perdía en un bosque cercano, pero no fue hasta dar por concluida la tediosa plática con la que mi improvisado camello me torturó, que pude saciar mi curiosidad por conocer el motivo de su existencia. Entre arañazos, picadas y torceduras atravesé los juncos y helechos que decoraban ese tortuoso camino borrado por el tiempo, hasta que en el momento menos pensado todo dejó de existir, el camino había desaparecido y con él su incómoda vegetación, abandoné la ingrata caricia de los afilados arbustos para dejarme abrazar por un cautivador infinito azul. El final de ese tortuoso paseo se materializó sobre un saliente que coronaba la enorme pared rocosa que se defendía solitaria y valerosa de las embestidas de un agresivo océano. El respeto por la libertad, mi intimidad y su belleza consiguieron conquistarme el alma, cuando los lejanos quejidos de una torpe argentina me despertaron de mi fantasía, delatando el accidente del que la fortuna me quiso hacer testigo. Una asustada cuarentona se retorcía en el suelo a causa del estúpido error de no acertar la roca en la que apoyar su peso, la sobrecogedora rotura de su tibia fue la consecuencia de su mala elección. Apoyaba la cabeza sobre las trémulas piernas de su impotente marido, mientras se dejaba acariciar en un vano intento por minimizar su insufrible padecer. La imprudencia de estos argentinos se convirtió en pánico al verse atrapados entre las rocas a pocos metros de finalizar el estúpido descenso que se habían propuesto, en contra de mi voluntad e ignorando los consejos que el sentido común me ofrecía decidí enfrentarme a esa escarpada montaña para ofrecer mi ayuda a la desdichada pareja, pero no fue necesaria ya que habían encomendado esa misión a un amigo que los acompañaba. Por lo que convertí mi estéril descenso en la compañía que nunca supe si necesitaban. En un momento de ingenua lucidez, la malograda argentina nos intentó convencer de que el motivo de esa exagerada demora en su auxilio se debía a la dificultad de su rescate, apostando por el transporte aéreo como única manera de huir de esa pesadilla. Admiraba su bendita inocencia mientras combatía la tentación de recordarle dónde nos encontrábamos, pero no sería yo quien malograse el invisible hilo de esperanza que mantenía con vida la moral de esa pobre desgraciada. Poco después, a varios metros sobre nuestras cabezas apareció el desaparecido amigo con quien resultó ser el encargado del hotel donde se hospedaban. Cargaban con una insegura camilla que hacía del todo imposible el ascenso de la desesperada mujer, sólo existía una opción y estaba seguro de que no se atreverían a intentarlo, por lo que me impuse un segundo plano y esperé a que se percatasen de que tendría que ser ella quien escalase los quince metros de escarpada roca que la separaban del camino. El dolor cada vez era más fuerte y los segundos se hacían eternos sin que fuésemos capaces de encontrar una solución, hasta que la desesperación del marido lo llevó a arriesgar sus vidas cargándola a su espalda en contra de la voluntad de su asustada compañera. Entre el amigo, el encargado y yo la acoplamos a lomos de su inconsciente marido, que sin pensarlo comenzó el agónico ascenso. Cada metro se convertía en un suplicio interminable para la pareja, el perdía sus fuerzas a cada paso, mientras ella parecía perder por segundos el conocimiento quedándose a merced de la gravedad, pero en contra de todos los pronósticos consiguieron su objetivo, mientras que el resto de la expedición aplaudíamos emocionados a pocos metros de la exhausta pareja. Se despidieron con un sincero abrazo mientras agradecían una y otra vez una ayuda que me hubiese sido imposible negar. El punto y final de esa dolorosa experiencia lo marcó la ambulancia que con su llegada separó para siempre nuestros destinos.

Encontré en el suave balanceo de mi fiel hamaca la excusa perfecta para destensar mi mente, fueron momentos muy incómodos para todos, pero los recordaba con el orgullo de haber colaborado en el asesinato de las perdices con las que celebraron el desenlace de su estúpida aventura. Hasta que alguien llamó a la puerta arrancándome cruelmente de ese breve instante de dulce egolatría.

- Pruébela compadre y al rato me cuenta -.

La oportuna sección de economía de un periódico local, no lograba disimular el tentador aroma que desprendían tras innumerables pliegues, la media docena de cogollos que escondía. No quise mirar el dentado de tan apetecible regalo, pero no pude desaprovechar ese momento de aparente camaradería para hacerle conocedor de la esterilidad de su presente sin el lote que lo completa, por lo que con poca vergüenza y menos paciencia reclamé el cigarro, el papel, el encendedor y la cerveza que darían forma a su ofrenda, permitiendo a mi exótica realidad bailar esa danza sin sentido con el balanceo de mis fantasías.

Los primeros rayos de esa espléndida mañana recordaron mi artificial descanso al estrellarse sin compasión contra mi dolorida cabeza, me deshice del abrazo de esa traicionera hamaca con la intención de mejorar el comienzo de ese día en una lujuriosa playa colonizada por media docena de excitantes oaxaqueñas, que mostraban la exótica belleza de sus cuerpos desnudos en el único lugar del país que se les permitía. El único inconveniente a tal idílica postal fue el considerable número de desproporcionados lugareños que consiguieron ridiculizar mis estandarizados accesorios, convenciéndome de luchar contra el sofocante calor en la playa que a cincuenta metros destinaban a los acomplejados más decentes, hasta que mil olas más tarde encontré en la plática de un alcohólico mesero la excusa perfecta para seguir sin hacer nada.

Zipolite se ha convertido en el último gran paraíso hippy y no sólo por sus drogas o sus playas nudistas, sus eternos anocheceres hacen de la fina arena un grueso manto rojizo, sobre el que disfrutar de las más apoteósicas despedidas de un presumido sol, que se desintegra en el océano ante la atenta mirada de cientos de fumados vividores adictos a esa fantasía. Unos paseaban sobre la arena, otros reían en el agua, algunos estaban en silencio mientras los más románticos conversaban sin palabras, habían pequeños grupos y otros estábamos solos, era el momento que todos esperaban y pudimos disfrutar de mil maneras diferentes la personalidad de esta singular bahía.

No pude despreciar la media docena de tacos con los que el afable mesero olvidó su sumisión alcohólica para invitarme a cenar, comí sin hambre bajo la curiosa mirada de un millón de estrellas que no disimularon su indiscreta presencia, hasta que una hora más tarde regresé a la cabaña donde repetiría el ritual de la noche anterior. Un inoportuno ataque de nostalgia me sumergió en el recuerdo de mi mejor amiga, llevaba muchos meses fuera de casa y aunque me prohibía pensar en ella, cada vez era más difícil. Qué puedo decir de la única mujer que nunca me ha fallado, que llora sin lágrimas cuando estoy triste y siempre me hace compañía por si algún día no quiero estar solo. La niña mimada que quiso un día dejar de pensar en ella, ese pañuelo para mi inseguridad que se convirtió en el referente de mi conciencia. Esa SEÑORA, tan sensible que nunca la he visto llorar, esa que es tan buena madre y mi mejor amiga.

En esta ocasión logré desincrustarme de la hamaca antes de sumirme en mi inconsciencia. Una serie de mosquiteras emparedaban el viejo colchón, pero en contra del noble cometido con el que algún torpe aldeano decidió diseñarla, se había convertido en una especie de trampa infernal, pues ni el más estúpido de todos los bichos que cohabitaban conmigo encontró dificultad en traspasar el velo, pero ni uno sólo sabía salir. A pesar de mi ingrata compañía conseguí hacerme una hueco en el colchón e intenté estérilmente ignorar mi infiel soledad. Había conseguido rozar ese dulce instante en el que la mente se desentiende de la carne, cuando el indiscreto sonido del viento al colarse entre las secas hojas de palma, se convirtió en una tediosa melodía que terminó resultando del todo insoportable. Un arrebato de impaciencia me hizo incorporarme con la intención de minimizar el inquietante sonido, encendí la luz como paso previo a cerrar unas persianas que nunca se cerraron. El viento, que peligrosa puede llegar a ser la inocencia. Mi intimidad había sido violada por un indisciplinado ejercito de ratas invasoras, estaban por todas partes, de vez en cuando alguna se despistaba precipitándose desde el tejado con un desagradable golpe seco, otras competían por las paredes como en una carrera de obstáculos y las más valientes me contemplaban curiosas a pocos metros del colchón.

La inaceptable plaga que unas horas antes había abusado de mi cobardía, se convirtió en forma de reproche en los primeros buenos días que dediqué a mi nuevo casero. El hombre me escuchó paciente, me deseo buenos días y con una amable sonrisa me recordó donde nos encontrábamos, aseguró que habían probado mil maneras para acabar con ellas, pero no se podía hacer nada para impedir sus paseos nocturnos.

- No se me acobarde compadre, apenas son ratones chiquitos. No se le comerán wey.

En esos momentos emergía un irreprimible desprecio por Benito y su estúpida sonrisa, pero me resigné a entender todo esto como parte del embrujo de ese casi idílico lugar, aunque no pude evitar el despedirme matizando que quizás los ratones se quedaron en su casa, pero a mí me amargaron la noche unas repugnantes ratas gigantes. Decidí olvidar mi estéril conversación con un terapéutico paseo por los más de dos kilómetros de fina arena, que me separaban de un pequeño pueblo en el que podría rentar la computadora con la que dar envidia a quien me dedicase unos minutos. Unas pequeñas lagunas de agua dulce marcaban el lugar exacto en el que debía de abandonar la arena por un discreto sendero que delataba a pocos metros la sencillez de ese tímido pueblo perdido en la selva. Salvo una docena de incrédulos aldeanos extrañados por mi intromisión, no encontré nada que me llamase especialmente la atención, por lo que opté por dirigirme a una pequeña casucha de barro y paja en la que un carcomido cartel rezaba el motivo de mi presencia. Todos los iconos de mis contactos eran rojos salvo mi veterana excepción.

- Hombre Chabela, que casualidad.

- Qué pinche casualidad, llevo tres días en la computadora -. Tenía razón en estar molesta, eran días muy difíciles para ella en los que no supe estar a la altura, hacía más de dos semanas que nos habíamos separado y no supe encontrar un momento para demostrarle algo de sensibilidad, a pesar de ser consciente de mi mala conducta, decidí sustituir las disculpas por un forzado interés por la frágil salud de su papá.

- Le hicieron un chingo de pruebas, pero demoran diez días los resultados, ¿dónde carajo andas?

Hice gala de mi fácil retórica para destensar esa incómoda situación con un apasionado esbozo del paraíso que había descubierto, pero ignoré las repercusiones que el abuso de adjetivos podía ocasionar.

- Conseguí algo de lana, al rato te cuento. Ahorita marcho a la central y te hablo al celular cuando sepa que camión tomo.

Espere noticias suyas sentado en la arena, contemplando como una chica vestida con un erótico pareo azul, insinuaba su desnudez ante la furia de un océano que rompía a pocos metros del lugar que escogió para soñar, ella en el firmamento y yo en sus pechos nos dejamos envolver por el embrujo de ese mágico instante parado en el tiempo, hasta que millones de partículas esparcidas por el aire me envolvieron el alma con el nostálgico aroma de unas pizzas cociéndose en el horno de algún restaurante cercano, dejando a la melancólica exhibicionista sobre su pedestal de arena al momento de localizar la fonda donde cenaría. Pedí una pizza de marisco decorada por irreconocibles cadáveres cubiertos por una ordinaria capa de queso fundido, me atendieron sobre una gruesa mesa de madera en la que descansaban varias velas que unían su acogedora luz a las decenas de antorchas que limitaban esa terraza hecha para soñar. Sonó el móvil a media cena, haciendo del relajante sonido del mar la melodía perfecta con la que modificar mis planes.

- ¿Qué tal el viaje?

- Sentí bien feo al marchar pues mi papá enfermó y a más el pinche camión nos demoró casi una hora, pero ni modo, ya platicamos lueguito.

Se enamoró del lugar casi con la misma rapidez que parecía olvidar el drama en que se estaba convirtiendo su vida, su necesidad afectiva y mi cobardía ante la sinceridad se unieron para convertirme en el estereotipo de hombre que materializaba sus fantasías, pero era evidente que la estabilidad que me imploraba jamás se la podría prometer y fue entonces, cuando dejé de mentirle para observar como era ella la que se engañaba. Tenía que marchar en diez días de nuevo a San Luís para recibir las noticias de su enfermizo padre, por lo que le permití disfrutar un día y medio del encanto de Zipolite antes de ponernos de nuevo en marcha, esta vez con destino a Mazunte, otra acogedora playa en la que pudimos rentar una pequeña cabaña que escondía su belleza entre el verde bosque que la cobijaba, ausentándonos durante tres románticas noches de una fría realidad que pacientemente nos aguardaba. Los minutos pasan lentos cuando vives un sueño, acortábamos el paso intentando en vano alargar ese momento, aprendiendo a ignorar las huellas y escuchar el silencio paseaba entre las nubes de la mano de quien quise enamorarme para hacer ese momento perfecto. Entre los gigantescos helechos, trepando palmeras o escalando peligrosos barrancos lograba encontrar mi lugar en este mundo, bajo un cielo que cambiaba del naranja al rojo a medida que el sol se escondía tras ese océano que reventaba acompasado a los pies de algún acantilado. Pero todo tiene su fin aunque parezca no haber empezado, así que hicimos del presente un recuerdo y con la nostalgia del adiós decidimos llorar nuestras penas en Huatulco.

Infinidad de pequeñas calas repartidas a lo largo de una treintena de kilómetros, marcaban el final de una espesa selva tropical que delataba la exótica personalidad de este moderno pueblo oaxaqueño. Bahías de Huatulco se convirtió en la década de los sesenta en una de los lugares escogidos por el FONATUR (agencia mexicana para el desarrollo turístico) para crear un complejo de nivel internacional que pudiese competir contra el monopolio de Acapulco, Cancún o Vallarta, pero su difícil acceso impidió un ambicioso proyecto que ofrecía una capacidad anual de más de dos millones de visitas, sin dejar de respetar en ningún momento las más de veinte mil hectáreas que forman su reserva ecológica.

“Tarzán” es como se bautizó al insulso hostal donde rentamos un pequeño cuarto, media hora de plática, cuarenta pesos y un pacto de fidelidad a su cocina fueron necesarios para que el agobiante anciano regente del negocio se percatase de su innecesaria presencia. Empezaba a oscurecer cuando salimos a cenar, optamos por una original oferta culinaria en la que obsequiaban con una cerveza por cada tres tacos que fuésemos capaz de engullir. Dos horas más tarde intentábamos trazar una imaginaria línea recta sin ningún destino, que disimulase el exceso etílico que la desproporcionada ingestión de tacos nos produjo, cuando unos sugerentes fanales encarnados poseyeron nuestra voluntad, haciendo de la cantina que escondían un discreto refugio donde disimular nuestra imprudencia. Una destartalada mesa de billar centró la atención de mi cuate cuando un par de tequilas más tarde me dejé convencer para jugar unas partidas, apostar tonterías y perder todo lo que quiso ante la atenta mirada de un montón de curiosos mestizos, incapaces de disimular las desproporcionadas carcajadas que les producía la humillante paliza a la que inocentemente me sometí.

De las nueve bahías que siguen siendo tranquilas y no concurridas en exceso, tres cuentan ya con elegantes complejos hoteleros, campos de golf e instalaciones para deportes náuticos, por lo que decidimos dedicar nuestra visita a las otras seis. Sin apenas tiempo y con menos dinero nos vimos obligados a abandonar antes de lo que nos hubiese gustado ese bonito pueblo a favor del estado que más ilusión tenía en conocer.

Más y más horas de sumisa espera, que agravada con una compañía invasora del cincuenta por ciento de mi espacio, resultaron del todo agónicas. Atravesaba desvelado la oscura carretera, cuando la agobiante omnipotencia del ejercito nos hizo de nuevo testigos de sus inútiles intentos por dominar estas tierras. Fueron más de una docena de ocasiones las que me topé con estos surrealistas controles militares, cuando no buscaban drogas, eran armas y sino algún espabilado Guatemalteco que pretendía viajar sin pedir permiso. En esta ocasión mi pasado reclamó su justo protagonismo y en forma de ingrato recuerdo regresé a esos interminables nueve meses en los que me forzaron a servir a una nación de la que nunca me he sentido parte, defendiendo unos contradictorios ideales transcurrían los meses disparando sin munición a los podridos cartones que nos presentaban como enemigos, besando a un sucio trapo al que me obligaron a ser fiel y soportando el frío y el cansancio impuesto a cientos de kilómetros de ninguna parte. Rodeado de héroes sin personalidad aprendí a conformarme con la letra de quienes me impusieron su ausencia, me enseñaron a beber, a mentir y a odiar esa mierda de vida en la que me obligaron a vivir.

- ¡Tuxtla Gutiérrez!.

El desproporcionado alarido con el que se nos informó que algunos ya habíamos llegado a nuestro destino, me despertó sin apenas haber dormido una calurosa mañana de mediados de septiembre. Tuxtla Gutiérrez se presenta como una ciudad moderna donde se combinan las leyendas, dialectos y tradiciones de los diferentes pueblos mexicanos con la riqueza del legado prehispánico y colonial. A pesar de ser Tuxtla una de las ciudades más grandes que visité, se sabía poseedora del encanto de los pueblos y del aroma zapatista que desde la Lacandona contagian aquellos que anteponen la dignidad de su espíritu a una vida de humillaciones.

Esta vez fue el hotel quien que me encontró a mí, casi dos metros de indiscreción homosexual se aproximaron para proponerme pernoctar en su negocio, necesité unos segundos para aclarar que la oferta no lo incluía a él, por lo que tras eliminar tan magna intimidación acepté que concluyese con su oferta. Resultó ser tan indiscreto como malo en los negocios, por lo que le perdí el respeto al momento y fue al ver la habitación cuando lo deleité con mi sensual regateo.

Chabela tampoco pudo descansar, aunque si molestar durante todo el trayecto por lo que optó por ignorar su realidad con la complicidad de la televisión por cable. Lo cierto es que a pesar de lo emocionante de este viaje, estaba resultando del todo agotador, pero no quise dejar de saborear ni un solo segundo ese momento tan dulce que estaba viviendo, por lo que con más ilusión que fuerzas me aventuré a la calle a seguir dando forma a mis recuerdos. A pocas cuadras del hotel se levantaba la elegante Biblioteca Nacional de Tuxtla, una ostentosa construcción colonialista que supo seducir mis inquietudes culturales. Ante mi se presentaba abierto en una elegante encuadernación de piel, una reproducción del emotivo texto en el que los indios de la selva de Lacandona se revelaron contra el poder dictatorial de este país. Quiero citar algunos extractos que he resumido de tan emocionante declaración.

“HOY DECIMOS ¡BASTA!

Al pueblo de México :

Hermanos mexicanos, somos producto de 500 años de luchas, primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura de Porfidio nos negó la aplicación justa de leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que nos han negado la preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.

Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de setenta años, encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vende patrias. Son los mismos que se opusieron a Hidalgo y a Morelos, los que traicionaron a Vicente Guerrero, son los mismos que vendieron más de la mitad de nuestro suelo al extranjero invasor, son los mismos que trajeron un príncipe europeo a gobernarnos, son los mismos que formaron la dictadura de los científicos porfiristas, son los mismos que se opusieron a la Expropiación Petrolera, son los mismos que masacraron a los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamente todo.

PUEBLO DE MÉXICO, nosotros hombres y mujeres íntegros y libres, estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última pero justa. Los dictadores están aplicando una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años, por lo que pedimos tu participación decidida apoyando este plan del pueblo mexicano que lucha por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Declaramos que no dejaremos de pelear hasta lograr el cumplimiento de estas demandas básicas de nuestro pueblo formando un gobierno de nuestro país libre y democrático.

INTÉGRATE A LAS FUERZAS INSURGENTES DEL EJERCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL”.

La anciana responsable del legado cultural en ese estado me recordó sutilmente que a pesar de su avanzada edad, aún existían cosas que le motivaban más que pernoctar en esa antigua biblioteca, me dedicó una dulce sonrisa y me invitó a marchar. Entre Zapata, Villa, Marcos y algún que otro ilustre mexicano, pasó la tarde sin avisarme de que el día ya se había muerto, me di por cenado en una pequeña taquería que se cruzó en mi camino y con la interesante cópula de dos coleópteros que protagonizaban la emisión de Discovery me uní a Chabela en su batalla contra el estrés.

La mañana siguiente fue hipotecada en su totalidad a la visita de esta preciosa capital. En sus calles se dan cita el pasado y el presente para presenciar el deambular de turistas y vestidos tradicionales llenos de bordados y alegres coloridos. Las mujeres “mames” lucían sus típicas faldas azules y sus blusas de seda entre las elegantes túnicas largas y anchas de las lacandonas, las calles de Tuxtla son un hervidero de gentes que se unen y se separan formando una conmovedora coreografía que se mezcla con el sonido de las marimbas y el aroma de las flores que crecen por todos los rincones. Llegó la noche sin pedir permiso, por lo que decidimos no privarnos del protocolo que ignoramos el día anterior, otorgando a la cena, el sexo y el cable la prioridad que merecían.

Las cuatro nubes que nos amenazaban no restaron prioridad a la visita que programé para esta mañana, más de 22.000 hectáreas de abruptas paredes marcaban el recorrido del majestuoso Cañón del Sumidero y su selvática vegetación, Chiapas de Corzo fue el destino del colectivo que nos recogió en el hotel y el lugar de donde partiría la canoa que nos transportaría entre japoneses y leyendas, por las kilométricas paredes que limitaban el territorio de las sucias y tranquilas aguas del río Grijalva. Contemplaba el infinito sin mirar nada, cuando el agrio pesar de la razón me hizo descubrirme como una ridícula fracción de la infinita cadena sin sentido que nos lleva generación tras generación a pasear por un mundo que no entendemos. Pensaba en los millones de personas que durante siglos se habían sentido igual de intimidados que yo ante esta maravillosa exhibición de la naturaleza, encontré una estúpida perdida de tiempo el buscar un sentido para todo en lugar de conformarnos con la vida tal y como se nos presenta cada día. El estridente sonido del motor inutilizaba cualquier conato de conversación, haciendo de nuestra cómplice sonrisa la descripción de una emoción que con torpes palabras no hubiésemos sido capaz de expresar, ella hizo de la ausencia una virtud y me abrazó sin rozarme bajo el embrujo de un momento que nos cautivó el alma, aunque dudaba de que sus emociones le estuviesen creando la misma ansiedad existencial que a mí, no pude permitir que ese instante se perdiese en el pasado sin el suave calor de sus labios. Pensaba en lo fácil que sería mi vida si fuese capaz de enamorarme de esta mujer, me sentía más querido que por el resto de mujeres que en algún momento se les escapó que me querían y con eso me quise conformar, intentando ignorar el cercano desenlace de esta extraña historia de amor. No sería capaz de asegurar que no me enamoré de esta chica, pero de ser así, no ha sido diferente al sentimiento que profesé a la mayoría de sombras que forman mi currículum emocional, un te quiero en el momento oportuno y un par de besos que parezcan sinceros siempre ha sido suficiente para no querer ver nada más. Navegué entre cocodrilos en un Grijalva lleno de mierda que me transportó a un mundo de reflexión del todo traumático, el trayecto duró muy poco a pesar de lo largo que fue y de nuevo me encontré compartiendo las inquietudes que no había censurado con la persona que más se parecía a una amiga.

Fueron cinco días los que dediqué a esta preciosa capital, cinco días de emotivas vivencias y agotadores paseos, de bastante cable y poca conversación, cinco largos días que terminaron sobre un viejo colectivo que se ofreció para acompañarnos a San Cristóbal de las Casas. La carrera contra reloj en que se convirtió el último tramo de este viaje me hizo pasar por este bonito pueblo colonialista sin poder disfrutar de la paz que presumen las gentes que lo habitan. En una precipitada decisión opté por sacrificarlo en detenimiento de Palenque, por lo que sin deshacer las mochilas nos cobijamos de la fría noche en una económica pensión que ofrecía sus servicios a pocas cuadras de la estación.

Nos instalamos en Palenque a cuatro días de conocer el resultado de los análisis del enfermizo papá, por lo que no quise demorar ni un solo segundo en conocer las tan idolatradas Cascadas de Agua Azul. Negocié un colectivo tras convencer sin esfuerzo a mi sumisa compañera de nuestro inmediato destino. Un complicado camino que se abría entre la imponente selva resultó ser la única opción de saborear ese conjunto de rápidos, caídas y remansos que se aparecían entre la más deslumbrante y rica vegetación. Poseído por el embrujo de esa tierra, me dejé acariciar por las gélidas cortinas de agua que se precipitaban bajo los calizos desniveles dorados, que transformaban el cristalino líquido en un grueso manto de espuma blanca. Un lugar perfecto para jugar con los sueños y disfrutar de una paz sólo alterada por algún escandaloso guacamayo que nos recordaba que no estábamos en nuestro territorio.

Hicimos de Palenque nuestro cuartel general, dedicando los últimos días de ese espectacular viaje que me llevó casi un mes y en el que recorrí lo más bello de la costa del Pacífico y las más impenetrables selvas del corazón de Chiapas.

Un error en la administración de mi riqueza nos llevó a afrontar el viaje de vuelta con la más angustiosa incertidumbre, con el dinero exacto de los boletos nos vimos forzados al ayuno, así como a descuidar la higiene y el descanso. Nos encontrábamos a 1500 kilómetros de nuestro destino, por lo que tras maltratar mis neuronas decidí comenzar nuestro particular éxodo en Tabasco, donde en un momento de lucidez deduje que la combinación de camiones sería la más sensata, la combinación existía pero el horario se hizo del todo incompatible.

Tras intentar inútilmente encontrar mi sitio en un incómodo banco de madera, logré no sin esfuerzo perder la vergüenza y entregarme a mi inconsciencia arropado por la inseguridad de esa solitaria estación, no sin antes aclarar los reproches de mi insatisfecha compañera. No estaba dispuesto a permitir que reinase la anarquía, en ese viaje mandaba yo y mis decisiones jamás fueron equivocadas, en todo caso imperfectas. Parecía no estar convencida, por lo que me sentí obligado a dar por concluida la conversación haciendo acopio de mi innata capacidad de síntesis.

- ¡Qué te calles!

Desperté en el sucio suelo de la estación camionera de Villahermosa, con los huesos doloridos y el orgullo destrozado entregué los boletos al estresante chofer, que nos apresuraba entre reproches por la aparente calma con la que accedíamos al destartalado camión que anunciaba Veracruz como destino final de su trayecto. Fue en esta ciudad, donde tras esperar pacientemente las cuatro agónicas horas impuestas por ese trasbordo y las dos que se retrasó arrancamos de nuevo, esta vez en el camión que nos llevaría hasta Tampico y de donde partiríamos, esta vez sí destino a San Luis de Potosí. Treinta insufribles horas después de nuestra partida llegábamos por fin a nuestro destino, muertos de hambre y de sueño, agotados y de muy mal humor. Hicimos del leve roce de nuestros labios el beso que delataba la decisión consensuada de descansar por separado, dividiendo provisionalmente nuestros destinos bajo las fundidas bombillas de las farolas que no iluminaban la calle en la que nos despedíamos, ajenos a los inminentes acontecimientos que marcarían lo que fue con diferencia el capítulo más triste de esta aventura y uno de los peores de mi vida.

No me acordé de Irma y tampoco de las niñas, cuando tras estrechar la mano de un fiel Moisés que había salido a recibirme, me desplomé sobre la añorada incomodidad de mi viejo colchón.

VI (Salomé)

Unos prudentes golpecitos en la espalda transformaron mi letargo en la falsa sonrisa que dediqué a una angustiada Irma que ponía fin a más de veinte horas de insuficiente descanso. Resumí sin abusar de los detalles mi reciente aventura, a petición de unos comensales que ignoraban mi precoz nostalgia mientras devoraban los suculentos manjares que una inspirada Irma había preparado para celebrar mi bienvenida. Moisés me indicó al momento de conocer la decisión que en forma de promesa me había impuesto, un lugar relativamente barato en el que poder sellarme la piel, como prueba principal de haber vivido una experiencia que no estaba dispuesto a que se escondiese tras esa sutil niebla que distorsiona la realidad en los recuerdos.

Gabriela resultó ser la guapísima potosina responsable de mi desilusión, cuando aseguró que no eran los tatuajes parte de los servicios que ofrecía su negocio, convirtiéndose al instante de conocerla en la mujer que frustraría todas las bellas palabras que nunca le llegué a decir. Ignorando su distante cercanía solicité sin éxito un teléfono que no me dio, aunque compensó su indiferencia ante Cupido, dando sentido a mi visita con el número de un tal Hugo que supuse que me tatuaría, despidiéndose para siempre con un irónico hasta pronto. Hacía semanas que había encomendado a Puerto Vallarta la importante misión de acogerme en mi próxima aventura y casualmente el amigo de mi pretendida residía en esa preciosa bahía que terminó de un solo viaje con la vida de los dos pájaros que más me ilusionaban.

Encomendé a la biografía de Napoleón el papel de somnífero al encerrarme a media tarde en mi acogedor cuartito, mi sueño consiguió vencerlo varias décadas antes que los británicos por lo que intenté entregarme a la dulce pasión de la inconsciencia, cuando el inoportuno frenazo del Dodge 3.1 delató la impaciencia de su conductora. Chabela entró sin fuerzas ni besos en la habitación y sin darme tiempo a levantarme de la cama y sin aliento ni voz, dijo las únicas palabras que no quería escuchar.

- Mi papá se me muere.

Lo que hasta hacía media hora habían culpado a la artrosis, al reuma o más tarde incluso a la osteoporosis, resultó ser un cáncer en los huesos que convirtió los próximos siete telediarios y una cruel metástasis en su esperanza de vida y el motivo de su muerte. Chabela lloraba desconsolada sin que yo pudiese hacer ni decir nada que la pudiese calmar, apenas entendía sus balbuceos cuando maldecía su suerte y le preguntaba a su idolatrado creador por el motivo de esa decisión, aunque poco después se santiguaba arrepentida de poner en duda la voluntad de Dios. En ocasiones llegué a envidiar esa fe, no por el personaje a quien se la profesaba, sino por la esperanza que tenía en que todo ocurría por un motivo y que al final recibiría la recompensa a todo el sufrimiento que le había impuesto esta vida. Siempre habló de su padre como el único hombre de su vida, su protector, la surrealista referencia de la sensatez en su mundo perfecto, pero no era más que un represivo machista, un cruel psicólogo que encerró a Edipo en su castillo de Estocolmo, un viejo egoísta e inmaduro que impuso sus arcaicas leyes al producto de sus orgasmos, convirtiendo a sus hijas en inseguras aprendices de la vida y mecenas de una lógica que sólo existía en su planeta de cristal.

- ¡Chabela!, Teresa al teléfono -, gritó Irma desde el otro lado de la delgada puerta que separaba mi relativa intimidad de su necesidad afectiva. Mi cuate me rogó que fuese yo quien contestase a su hermana, no se veía capaz de controlar su llanto y no deseaba que los Martines la viesen en ese estado, haciendo de la errónea interpretación de su distorsionado orgullo la excusa perfecta para no moverse de la cama.

- Dime Teresa, tu hermana está muy jodida y no se puede poner.

Fueron apenas treinta segundos de plática en los que no recuerdo haberme despedido al colgar el teléfono, con la mirada perdida y el corazón acelerado me entregué a la confusión de unos sentimientos que me torturaban en esa oscura habitación, en la que la sensible complicidad de Irma me permitió unos minutos de soledad, mientras intentaba sin éxito entender lo que estaba pasando. No podía creer lo que me acababan de decir, no era posible, ahora era yo quien se acordaba de nuestro creador, pero esta vez sin cruces ni oraciones, simplemente me cagué en sus muertos. Cómo era posible que algo así hubiese podido ocurrir, no era capaz de disimular la cara de imbécil que me quedó tras la incomprensible noticia, cuando me sorprendió un preocupado Moisés preguntando por el motivo de mi conmoción.

- Nada, nada. Bueno sí, una mierda, ya te contaré.

En el cuarto esperaba una Chabela destrozada que exigía una explicación que diera sentido a esa llamada. Intenté guardar la compostura actuando como un hombre de los de antes, pero perdí el habla como consecuencia del sobreesfuerzo de controlar mis lacrimales. Tras abortar su intento por incorporarse puse fin a la impaciencia con la información que en esta vida más me ha costado de compartir.

- Salomé a sufrido un accidente, ahora creo que está en la UCI del Hospital de la Paz, lo siento pero es que ya no estoy seguro de nada.

La finalidad de este hospital era “atender” a todos aquellos enfermos que no podían costearse un seguro médico, en esta ocasión la hipocresía del gobierno se había materializado en esta especie de antesala de la muerte, que hacía de los impotentes clientes, testigos desesperanzados de su propia agonía. Los curas hacían horas extras entre los numerosos vegetales que se amontonaban en las pequeñas habitaciones, mientras un limitado número de médicos desafiaban al destino pretendiendo obrar milagros con bisturís reciclados, pero la frustración vocacional en la que envolvieron su vida los iba transformando en seres indiferentes al drama de los más miserables. El resto de detalles con los que me ilustró Teresa los fui dosificando con el suave tacto que no dispusieron para mi.

Una noche de risas y alcohol terminó con un coche destrozado, un derrame cerebral que convirtió en vegetal a su mejor amiga y Salomé en coma, con una rotura de cráneo que irreversiblemente iba a terminar con su vida. El coagulo de sangre que le deformaba la cabeza era demasiado grande como para invertir el dinero en intentar salvarla, sólo cabía esperar que terminase cuanto antes el calvario en que se convirtieron esos últimos minutos de su corta vida. Salomé fue la mujer más alegre, dulce y valiente que he conocido, una increíble mestiza que con veinticinco años dejó de existir para siempre, sumiéndonos a quienes la conocíamos en un mar de incredulidad, parecía imposible que a ella le pudiese pasar algún día algo así, pero ocurrió y con ella se llevó dos cosas, una parte del corazón de todos los que la conocimos y el macabro pronóstico del que hizo su lema, en el que aseguraba entre risas que nunca llegaría a vieja.

Intentó incorporarse para ir al hospital, pero conseguí convencerla de que era más sensato aplazar ese momento, recordaba a la madre de Salomé como una mujer fuerte capaz de asumir ese duro golpe, pero no encontré apropiado presentarnos en unas condiciones que nos hubiesen impedido aportar nada positivo, sería más prudente esperar al día siguiente para ofrecer nuestro apoyo a la desconsolada Esperanza. Tras dar por válidos mis argumentos nos unimos en la búsqueda de una razón que justificase semejante dosis de realidad, pero desistimos al reconocernos como un par de estúpidos que esperaban un por qué del porque sí. Dejé pasar el tiempo abrazándola en silencio, pensando en cómo era posible que dos noticias tan extremadamente desagradables se pudiesen dar en un intervalo de tan pocas horas, no entendía nada y seguía sin entenderlo cuando poco después me quedé dormido.

Nos despertamos a la misma hora que murió Salomé, una llamada al móvil me puso al día de las últimas noticias, maniobraba el Dodge en el aparcamiento del hospital cuando de nuevo me encontré con la ingrata obligación de transmitir un mensaje que me hacía dudar entre la síntesis gramatical o un estandarizado consuelo. Dedicamos la noche en hacernos a la idea por lo que supimos aceptarlo con relativa calma, pero fue al entrar en el hospital cuando Chabela perdió la autoridad sobre sus piernas, optando por un incómodo sillón para dejarse aplastar por una Teresa que nos esperaba con la esperanza de encontrar el consuelo en el abrazo de su hermana. La familia y el cuerpo de Salomé habían abandonado el hospital pocos minutos antes, por lo que decidí no desperdiciar el tiempo en estériles consuelos. La oportuna excusa de sus hijos, ahorró a Teresa la incómoda situación que yo no pude evitar y de nuevo me tocó conducir el carro en dirección al viejo rancho de Guanajuato.

La tristeza de las gentes acrecentaba la caótica desolación de ese paupérrimo rancho, algunos lugareños vestidos de domingo escondían su aflicción tras las desvencijadas puertas de sus humildes hogares, mientras que una pequeña procesión vecinal se adelantaba a nuestro destino. Tras sus cruces, la frustración y sus oraciones, caminaban con paso cansío un grupo de enlutadas mujeres que pregonaban su impotencia con desgarradores lamentos e inútiles rezos sumisos a una voluntad que no entendían. En los endurecidos rostros de unos hombres cansados de llorar, se reflejaba la resignación ante la cruel realidad en la que vivían, mientras los niños jugaban ajenos al motivo por el que no vestían sus harapientas ropas, sus escandalosas e inocentes risotadas se perdían entre las silenciosas callejuelas, haciendo de la clemencia de los adultos la excusa perfecta para seguir ignorando en que se convierte la vida cuando se pierden las ilusiones. Decenas de vecinos aguardaban turno para dar un pésame que reflejase a la desafortunada familia su sincero dolor, pero Chabela en su innegociable creencia de los privilegios que el color de su piel le otorgaba, atravesó ese montón de mestizos que por suerte se limitaron a ignorarla. Con la excusa de que el dolor era el mismo independientemente del color de la piel, le comuniqué mi decisión de esperar pacientemente mi turno, aunque creo que el auténtico motivo era no estar preparado para ver a su familia y mucho menos a ella o a su cuerpo. Mi aparente gesto en contra de la xenofobia no sirvió de mucho, ya que pocos minutos después fue Esperanza quien tras un emotivo abrazo me invitó de nuevo a su casa.

- No he querido parecer maleducado, es que no sabía si ustedes desearían compartir estos momentos conmigo.

- No diga eso mijito, Salomé le quiso bien, usted se mostró buen hombre y para nosotros se nos hizo uno más -. La abracé de nuevo, esta vez intentaba disimular una emoción que amenazaba en forma de lágrimas, con no permitirme ofrecer el consuelo que motivaba mi presencia. Un sencillo féretro blanco presidía la terraza en la que unas semanas antes, tumbado sobre una incómoda hamaca contaba las estrellas con mi pequeño amigo Lucas. No pensé que mi aprensible carácter soportase la imagen de Salomé muerta, por lo que intenté inútilmente ignorar la presencia de su cuerpo. Quería recordarla con la sonrisa con la que se burlaba de mí en la estación camionera de San Luis, en nuestras largas pláticas bajo las estrellas de Real de Catorce o bailando borrachos a pocos metros de aquí hacía ya toda una vida, pero no pudo ser ninguno de esos recuerdos el último que tendría de esa gran persona que era Salomé.

- Es como un ángel, es tan bonita -. Decía su mamá sin dejar de acariciarla. Sólo ella la veía así, tenía la cara completamente deformada, la inflamación que le produjo ese coagulo de sangre la había convertido en un monstruo, que convirtió la forzada despedida del cuerpo que abandonó mi amiga, en el angustioso reto de no herir los sentimientos de su enajenada madre.

- Sí, siempre ha sido muy bonita.

Tres mariachis camuflaban con su música las tristes plegarias que envolvían el féretro, mientras un disciplinado ejercito de afectados vecinos se despedían de mi amiga con un tradicional desfile ante su macabro ataúd blanco. Esperanza me cogió de la mano y me acompañó hasta el interior de la casa, en la que aislados de la muchedumbre se encontraban los familiares. Unos segundos más tarde salió Lucas del escondite en el que se quiso aislar hasta el momento de escuchar mi voz, se abrazó a mi cintura y con una desgarradora inocencia me informó de que Salomé se había muerto, poco después me arrastró hasta una oscura habitación y me obligó a sentarme sobre su pequeño y descosido colchón.

- ¿Por qué se ha muerto Xavi, por qué ella si yo la quiero tanto? -. Con esta esperada pero no deseada pregunta me sumergió en la búsqueda de una pedagógica razón que justificase su dolor, pero no la encontré y en su lugar me inventé un especie de patética fábula, de la que aún hoy pienso si fue acertada la idea de camuflarse en la mentira para hacer menos real la realidad. Le aseguré que a su edad yo también había perdido un hermano mayor, pero que en realidad nunca me abandonó.

- Nunca lo he vuelto a ver, pero sé que él está siempre cuidándome -. Seguí con que Dios es muy bueno y poderoso, pero que en ocasiones necesita que la gente que es tan buena como él lo ayude y por eso se llevó a su hermana.

- ¿Pero por qué Salomé?, si ella no era tan buena.

La jodida lógica de Lucas consiguió emocionarme, un par de rebeldes lágrimas delataban mi impotencia, mientras acariciaba su carita incapaz de consolarlo. Su tristeza humedecía mis torpes manos, que con mucha voluntad intentaban compensar una angustia que me impedía hablar. Poco después se durmió, me desenganché de mi pequeño cuate y lo observé mientras descansaba, le di un beso y jamás lo volví a ver. Cuatro horas más tarde me despedía del resto de la familia poniendo de nuevo el Dodge en dirección a San Luis. Chabela aprovechó las ventajas de su automático para descansar apoyada sobre mis piernas, mientras yo conducía en silencio intentando asimilar qué coño había pasado.

Era muy fría la mañana en que Teresa se presentó sin previo aviso para que la acompañásemos al entierro de su criada. Una de las muchas confidencias que Salomé me dedicó era que no se sentía cómoda con el prepotente trato que recibía de la “señora”, por lo que aproveché la excusa de su compañía para engañar a mis remordimientos por no acompañarlas en esta ocasión, aprovechando mi soledad para llorar y cagarme en ese Dios de los cristianos y en su antigua costumbre de dar por culo a quien no se lo merece.

Chabela terminó su cruzada a media tarde y con muchas lágrimas pero un solo abrazo, me informó que en dos días se marcharía de nuevo a Matamoros. Pensaba en lo duro que todo esto estaba siendo para ella, su padre decidió morirse y yo me convertí en sapo al momento de ser besado, nos íbamos a marchar en pocas semanas y para siempre los dos únicos hombres que le importaban en su vida y no podía hacer nada para evitarlo. Fueron dos días muy difíciles en los que no supe encontrar el equilibrio entre su consuelo y el mío, yo necesitaba estar solo y ella no podía estar sin mí. Vivía con el eterno dilema de a quien descuidar a favor del otro y terminó por hacer gala de su sensatez acompañando a su padre en la última etapa de su emocionante vida.

Me encontraba poseido por la amarga búsqueda de una razón que díese sentido a la muerte de mi amiga cuando decidí ponerme un condón en el alma, evitando convertirme en adicto a una nostalgia que me daba de comer pero me destrozaba el estómago. No quise tocar fondo cuando desperté sobre esa vía muerta, por lo que me planteé resucitar dedicando las siguientes horas en planear un viaje que me ayudase a olvidar las ingratas emociones que no debería de estar sintiendo.

VII

Se presentaba éste como uno de mis últimos viajes y lo afronté con ese sentimiento agridulce que une la ilusión a la tristeza, aún estaba muy reciente el drama de Salomé y me sentía como un insensible egoísta por dejar a Chabela sola en esos momentos, pero era consciente de que se me estaba terminando el tiempo y el dinero por lo que no quise aplazar ese viaje. Con la mirada perdida en las finas gotas de lluvia que se deslizaban a través del cristal, realicé las cinco horas hasta Guadalajara bajo una enorme tormenta, tras un pesado trasbordo y cuatro horas más de camión, por fin llegué a la estación camionera de Vallarta. El lamentable estado del firme hacía imposible transitar por el zócalo a los camiones, siendo los conductores de colectivos y taxistas los beneficiados, que se amontonaban en la estación ofreciendo sus servicios por las estropeadas calles del casco antiguo.

A tres cuadras del río Cuale encontré con relativa facilidad un económico hostal donde negociar mi hospedaje, era una vieja hacienda del siglo XVIII que gracias al esfuerzo de sus propietarios no había desaparecido entre la inquietante selva que amenazaba tras sus encaladas paredes. Emiliano, un viejo oaxaqueño descendiente orgulloso de zapotecas era el responsable de la recepción, reposaba en su carcomido y ruidoso balancín de mimbre cuando me presenté en sus dominios, vestía una ridícula camisa de flores y unos descosidos vaqueros, que mostraban bajo cualquier pretexto la desagradable imagen de la incipiente comisura que separa sus nalgas. Era un cincuentón muy amable y asombrosamente culto, un mestizo chaparro y muy delgado, media cara la cubrían sus largas rastas y con una mal cuidada perilla era la imagen con la que se presentaba a sus huéspedes, siempre sonreía y bajo cualquier pretexto lo encontrabas celebrando algo en las cantinas de la zona. Una vez personalizada la habitación me marché a ocupar el incómodo hueco que la urgente visita a los lavabos del hotel dejó en mi estómago. A menos de una cuadra tropecé con una pequeña y grasienta taquería en la que dos guapas meseras se encargaron de atender mis deseos. Me convencieron con un cebiche, que resultó ser un delicioso pescado crudo preparado en adobo de jugo de limón, le añadían tomate, cebolla y sal y lo bañaban en crema de aguacate, un plato que supo seducir mis frígidas glándulas gustativas.

Puerto Vallarta se encuentra situado en el centro del profundo entrante de la Bahía de Banderas y disputa a Acapulco el título de localidad turística mexicana más famosa del mundo. El azul intenso del mar, las playas de fina arena dorada, la exuberante vegetación tropical y las espectaculares panorámicas de la costa, con las famosas montañas conocidas internacionalmente en 1964 al elegirlas John Huston como escenario de la pasión de Richard Burton y Ava Gardner en “La noche de la Iguana”. A partir de entonces el pequeño pueblo de callejuelas adoquinadas y casas adornadas de vivos colores se ha rodeado de innumerables hoteles y complejos turísticos, llegando el número de habitantes a más de 180.000. Puerto Vallarta es lugar de paso obligatorio de lujosos cruceros y dispone de todo tipo de instalaciones para la pesca y los deportes náuticos, pero a pesar de este éxito no ha perdido el encanto que lo hizo famoso, ni la riqueza natural de la bahía.

Era el momento de ponerme a disposición del amigo de Gabriela, pocos segundos después de encontrar la primera cabina contestó Hugo, que con una desproporcionada efusividad se presentó como un enamorado de la cultura española, ¿a qué cultura se referiría? pensé. Nuestra cuate en común le informó de mi llegada y aseguraba estar ansioso por enseñarme la bahía, aunque en ese momento le era del todo imposible irme a buscar, se comprometió a telefonear transcurridas las dos horas que restaban para completar su jornada. Me empezaba a acostumbrar a la amable y cariñosa forma de actuar de estas gentes, aunque Hugo escondía un pequeño secreto que podía interpretarse como el motivo de su exagerado interés por conocerme y que me desveló unas horas más tarde en un ataque de sinceridad producido por los dos tequilas con que acompañamos nuestra plática.

Tenía un par de horas para presentarme al pueblo por lo que opté por visitar la conocida isla Cuale, que resultó ser una extensión de tierra que dividía el río del mismo nombre y en la que se concentraban una enorme número de comercios disfrazados de elegantes cabañas de madera, que destacaban con sus techos de paja entre las altísimas palmeras y la espectacular selva que no se sometía a esa invasión. La isla está atravesada en diferentes tramos por una serie de puentes colgantes que creaban una imagen muy idílica de ese precioso rincón. Los 750.000 turistas anuales que visitan este enigmático puerto, permite a los comerciantes trabajar sin la necesidad de acosarnos, aunque era imposible regatear, supe agradecer unos días sin el agobio al que te someten en otros lugares. Me disponía a abandonar la isla cuando escuché el calorro de Estopa, que es como me advirtió el móvil de que habían pasado las dos horas.

- ¿Dónde se encuentra amigo?

- Qué tal Hugo, estoy frente una plaza muy grande que hay junto uno de los puentes de la isla, hay una ... - No fue necesario más indicaciones.

- Orale, en cinco minutos llego, manejo un carro muy chiquito de color azul.

Me senté en una jardinera de piedra que limitaba el terreno de un exótico arbusto de hojas rojas, a esperar a mi desconocido anfitrión. Eran cinco minutos mexicanos, por lo que tras sonreír como un imbécil a todos los conductores de coches oscuros durante más de media hora, se presentó el impresentable de Hugo. No se disculpó, sólo eran cuarenta minutos de informalidad, tras el primer intentó por bajar del coche se deshizo del cinturón de seguridad y con un abrazo se presentó asegurando lo bien que Gabriela había platicado de mí, un segundo después me invitaba a una acogedora terracita que conocía en la Mismaloya, una preciosa playa de arena blanca y aguas transparentes, adornada por elegantes palmeras que se postraban ante el misterioso Parque Nacional Submarino de Los Arcos, un islote rocoso que se elevaba sobre el mar a pocos metros de la bahía. La terraza estaba situada en lo alto de un cerro, escondida entre los árboles permitía admirar la Mismaloya desde una perspectiva privilegiada.

Hugo es un hombre bastante alto y fuerte, poco agraciado y nada elegante, decoraba su incipiente alopecia con unas patéticas mechas azules que exhibía orgulloso, mientras vestía como podía un sencillo, barato y sobrio traje oscuro heredado seguramente de algún ancestro, conectamos enseguida y antes del segundo tequila nos sorprendimos confesando nuestros miedos e ilusiones. Hugo resultó ser un discreto y sensible homosexual que intentaba averiguar mi condición con comentarios cada vez menos sutiles, aclarado el único sentido por el que fue creado mi aparato excretor nos dejamos envolver por un idílico anochecer, hasta el momento en que amparándome en el cansancio le pedí que me llevase al hotel, donde me despedí aceptando la invitación para cenar al día siguiente en una exótica cantina del Paseo Díaz Ordaz.

En su viejo balancín se encontraba poseído el viejo Emiliano con el capítulo subtitulado de una absurda serie de la FOX, no se molestó en mirarme al desearme buenas noches y fue al percatarse de su descortesía cuando preguntó sin disimular su indiferencia por el resultado de mi primer día, se lo resumí en cuatro palabras.

- Mañana te lo cuento.

Me desperté sobre un incómodo charco de sudor, un calor infernal se había adueñado de ese pueblo, por lo que encontré sensato esperar a que se calmase ese represivo Sol, decidí dosificar mi energía tumbado sobre una insegura hamaca de madera que me rentaron bajo una de las decenas de sombrillas que salpican toda la bahía. No recuerdo los ingredientes que utilizaron para crear ese exótico “San Francisco”, pero su mezcla de alcoholes colaboró en el abandono de mi mundo terrenal, pensaba en Hugo, en lo jodido que debe de ser para un homosexual vivir en un país tan tradicional como este, por un lado éstos no sufren la presión de todo adolescente por cazar una presa antes de los dieciocho, pero los problemas psicológicos que nacen de la propia represión y la necesidad de vivir una mentira para ser aceptado socialmente no creo que se puedan minimizar por buena que sea la terapia.

Recordé una experiencia que tuve con Paola, una chica brasileña que conocí en mi primer año de vivir en La Pineda, sólo recuerdo una conversación de más de cinco minutos con esta chica y fue la última, una atractiva ninfómana que se fijó en mi, creyendo que yo podría ser el antídoto de su ardor, siempre se quejaba del dolor que le producía en el vientre la falta de sexo, por lo que durante poco más de una semana intenté con más voluntad que acierto complacerla, pasado este tiempo desapareció todo interés por esta chica y su apetito sexual. No sabía como decirle que no podía mantenerme fiel al ritmo de su amor sin herir mi frágil orgullo, por otro lado era consciente que pedirle una rebaja me supondría compartirla, detalle del todo incompatible con un hipocondríaco como yo, por lo que decidí poner fin a esta apasionada relación, el problema era cómo plantearlo sin herirla. Cuando conocí a esta atractiva brasileña de penetración fácil se me calentó la boca entre otras cosas, e hice promesas de amor que en ningún momento tuve la intención de cumplir. Me cité con ella en mi apartamento una mañana lluviosa de principio de verano y tras media docena de orgasmos repartidos a partes iguales me dispuse a terminar lo que prácticamente no había comenzado, con una humilde disculpa y, tras escenificar el dolor que sentía por la contradicción de mi vida, le aseguré que era la única mujer por la que había sentido un amor tan apasionado, pero ahora me encontraba muy desorientado y necesitaba tiempo para pensar.

- Nunca me han gustado las mujeres, te prometo que no he querido jugar contigo, sólo sé que eres muy especial y pensé que tu me harías ver las cosas de una manera diferente -. Estaba convencido de que esto no se lo creía ni Dios, pero ya era tarde para rectificar. Era evidente que lo que más le preocupaba no era mi condición sexual, ni los posibles traumas que pudiera arrastrar, por lo que con poca sutileza se dejó de preliminares para preguntarme con más preocupación que curiosidad si había llegado a consumar mis relaciones, la conversación la creí tener dominada hasta el instante en que decidió deshacerse de la inquietud a la que le sometía la duda de si materialicé mi responsabilidad en forma de preservativo. En esos momentos el mundo dejó de girar, ella me estaba visualizando siendo enculado por otro tío, mi orgullo no podía soportar tan ingrato sentimiento, recuerdo como sudaba en silencio sin atreverme a mirarle a los ojos, con el corazón queriéndose salir de mi pecho y pensando si valía la pena seguir con esta farsa o directamente me sinceraba y culpaba a mi frágil vigor sexual como principal motivo de esa inminente separación.

- Sí, claro que usé condón-. Ella me abrazó en una inesperada demostración de sensibilidad, me aseguró que me entendía y que me daría todo el tiempo que necesitase, fue sincera porque al día siguiente se marchó en un autocar a Valencia y no volví a saber de ella.

Lo menos malo de esta regresión es que conseguí reencontrarme con esa musa infiel, causante del caos de un millón de palabras desordenadas vagando sin sentido entre mis orejas, pedí una pluma (bolígrafo) al mesero y me dispuse a plasmar en una servilleta mi surrealista sensibilidad, una irónica oda al amor de la que pocos dudarían sobre la sexualidad del autor, fue el resultado de mi creación y la guardé con la intención de regalársela a mi madre, que es con quien menos me avergüenzo de parecer sensible.

Me desencajé no sin esfuerzo de la engañosa comodidad de la hamaca y al no encontrar ninguna razón por la que privarme de saciar mi apetito, me presenté en la misma taquería que el día antes me sirvieron esas guapas meseras, las cuales sólo se dejaban ver por las mañanas ya que eran sus maridos los que se ocupaban del negocio el resto de la jornada. Comí igual de bien pero menos a gusto unos cuantos tacos de pescado que sabían a gloria a pesar de su olor. Con mi estómago en pleno proceso digestivo me puse en marcha a la búsqueda de un local donde tatuarme, no eran muchas las condiciones que exigía, me conformaba con que me ofreciesen unas mínimas garantías de higiene y un precio razonable. Tatoo Vallarta era el rótulo con el que se presentaba el negocio de un extraño indio que parecía reunir todos los requisitos. Innumerables dibujos y fotos decoraban por completo las paredes del negocio, habían tatuajes realmente impresionantes, perfectas obras de arte que no lograron convencerme, fue ante la sección tribal cuando de nuevo Estopa me trajo la voz de Hugo. Diez minutos después, ocho más de los que dijo nos encontrábamos en el mismo lugar del día anterior, le pedí que aparcase el coche en la misma plaza ya que esta vez me tocaba pagar a mi y tenía controlado un lugar perfecto que sin tener las mismas vistas era mucho más barato. Me explicó que trabajaba en el periódico de una universidad, era uno de los redactores y ahorita tenían mucho trabajo porque estaban metidos de lleno en una campaña a favor de la selva y en contra del proyecto de urbanización que el ayuntamiento tenía pensado poner en marcha a finales de esa misma temporada. Era un hombre de principios, eso me gusta en las personas y éste concretamente se involucraba en todos los frentes de protesta que abría desde su periódico. Mi prioridad en esa tarde era decidirme por el motivo con el que decorar mi piel, aunque no estaba seguro de poder encontrar lo que buscaba, no dudé en aprovechar la primera pausa de esa interesante conversación para cancelar sus planes de cenar juntos.

- Ni modo, yo ahorita marcho a la facultad y al rato te hablo para la fiesta de unos cuates-.

- Esta vez pago yo-. Sentencié sin otorgar más opción que aceptar. Fue al introducir la mano en el bolsillo del pantalón cuando sin querer saqué una servilleta arrugada que resultó ser el poema que ni recordaba haber escrito, mi primera reacción fue volverlo a esconder, pero Hugo se percató y me preguntó intrigado por ese misterioso papel, le quise quitar importancia regalándoselo sin tener en cuenta las posibles consecuencias.

Nos habíamos incorporado y esperábamos junto la barra los sesenta pesos que formaban mi cambio, cuando en el momento menos oportuno Hugo sin modular su voz empezó a recitar.

“Sólo de querer,

culparnos pueden.

Hostil ignorancia,

mendigos del saber.

- No es necesario que la leas en voz alta si no quieres -, le aseguré muerto de vergüenza ante la llegada del mesero.

- Así se siente más padre -, y prosiguió.

Pétreos corazones

empeñados en culpar

a quien mártir y profeta

defiende su verdad.

Marchitados ideales

condenan nuestro amor,

en pro de la decencia

por principios sin razón.

Asustados egoístas

de mirada perdida,

buscando su poema

en algún punto sin vida.

Quién puede juzgar

de mi corazón su latido,

siendo igual de sincero

está gravemente herido.

Trémulas sonrisas

sentencian el fracaso

de irónicos mecenas,

portadores de rechazo.

A vosotros herederos de

un desprecio hecho cultura,

alimentar vuestro odio,

disfrutar mi amargura.

Orgullosos contemplar

la decadencia de mi fe,

burlaros de mi soledad

cuando muera al envejecer.

Pero jamás conseguiréis

que ante los ojos de otro ser,

mi cuerpo se estremezca

rogándole sea mi mujer”.

- Nunca nadie me escribió algo tan padre-, me aseguró emocionado.

- Lo cierto es que no lo he escrito para ti, sólo te lo he regalado-. Intenté de esta manera dar una pincelada varonil a ese momento tan homosexual que sin querer había creado. Ya había pagado al curioso mesero que no abandonó nuestra compañía hasta el final del espectáculo cuando nos despedíamos ante la económica cantina, quedando en el mismo lugar dos horas más tarde. Me apunté sin pensar a la fiesta, pasado un rato fue cuando analicé sus palabras “fiesta” y “cuates” que dicho por Hugo tenía connotaciones que me invadieron de angustia el alma.

El local donde decidí sellarme la piel había cerrado por lo que dediqué las siguientes horas en conocer el casco antiguo, situado a orillas del río. Sentado en un banco de hierro forjado contemplé en el centro de una enorme plaza como recogían sus instrumentos una banda de mariachis que nos deleitó con canciones típicas de este estado. Decidí entonces ir a la habitación a ducharme antes de esa fiesta que me habían propuesto. En la recepción como no, me encontré a Emiliano barriendo el portal con una escoba de elaboración propia hecha con una caña y finas ramas de cedro, se acercó a mi como siempre sonriente y tras una palmadita en el hombro me felicitó por el triunfo del Real Madrid en la liga española. Le hice saber que apreciaba su buena intención pero no pude privarme de aclarar que yo deseaba que el club blanco perdiese hasta en los entrenamientos.

Una ducha rápida y a medio poner los calzoncillos fue todo lo que me dio tiempo de hacer antes de recibir la llamada del revolucionario Hugo, asegurando que en cinco minutos me esperaba en la puerta del hotel, me lo tomé con lógica tranquilidad y tras el cuarto de hora que tardé en bajar y los diez minutos que le esperé se presentó con dos amigos. Tras la protocolaria presentación me hice un hueco en el asiento trasero, me senté junto a Marcos y fue éste el que me felicitó por el poema al momento de estrechar las manos, la falta de emoción de mi sonrisa apenas delató el mal rato que estaba pasando, pensaba en la voluble discreción de mi nuevo amigo y en ese momento tan violento al que me habían sometido, pero ante todo tenía la convicción de estar en un coche acompañado por tres maricones, que entre cantos y risas se adentraban en una oscura carretera que parecía perderse entre los árboles. Una playa de casi cinco kilómetros frente al complejo turístico de Nuevo Vallarta, ya pasado el límite del estado de Nayarit, fue la escogida para celebrar una original fiesta, que a pesar del inquietante porcentaje de participación femenina resultó del todo entretenida. Dos metros de troncos ardiendo formaban la enorme fogata que presidía el centro de la parcela de arena en la que decidieron desorganizar la celebración, decenas de personas bailaban borrachos y fumados alrededor del fuego, era una fiesta muy tranquila en la que todos querían pasarlo bien y parecían competir por demostrar su amabilidad. Hugo me presentó a sus íntimos a los que recuerdo con gran cariño, aunque en contra de mi voluntad terminaron convirtiéndome en el inoportuno protagonista de mi primera fiesta gay. Tras la tercera cerveza mis hormonas no pudieron soportar ni un minuto más de plática homosexual, por lo que tras incorporarme y aceptar el medio porro que Marcos me ofreció, me dirigí a la caza de alguna de la media docena de hembras que decidieron desvelarse con nosotros. Poca emoción y menos interés es el que desperté a las dos únicas mujeres que intenté seducir, por lo que desistí de mi cruzada justificando mi fracaso en la equivocación de ese par de lesbianas.

Recuerdo un pequeño calendario que guardaba como un tesoro en mi niñez, en el que un chimpancé disfrazado con un vestido rosa y una pamela a juego posaba sobre una bicicleta, esta imagen resucitó de mi subconsciente al momento de esquivar a un enano travestido que poco sutilmente pretendió dedicarme un baile, con la intención de no despertar la lujuria entre los presentes encontré apropiado refugiarme del acoso bajo la discreta palmera en la que se encontraba Hugo y sus íntimos. Entre pláticas, coronas y porros nos avisó la incipiente claridad de mi primer amanecer de que hoy ya no era ayer, por lo que nos hicimos el sano planteamiento de terminar nuestra participación en esa inolvidable fiesta, la mayoría se fueron a trabajar mientras que yo me dejé seducir por el idílico romance que me proponía mi almohada.

El gallo ya estaba cocinado cuando mis ojos se despegaron, mi cuerpo aún estaba dibujado en las sábanas y éstas en mi cuerpo, cuando bajo un chorro de agua templada intentaba no martirizar mi pobre espíritu aventurero, con reproches por la inconsciente ingestión etílica causante de esta insufrible migraña. Intenté minimizar mi mal en una cantina, en la que a base de unos tacos al pastor con salsa jalapeña y tres coca-colas empecé a olvidar las secuelas de mi imprudencia. Aún no tenía el cuerpo para agujas por lo que decidí posponer la decoración de mi piel para el día siguiente, improvisando para lo que restaba de día un paseo tras otro con el único deseo de saborear la paz que me ofrecía esa preciosa bahía.

El día siguiente amaneció nublado, por lo que aprovechando que me encontraba del todo recuperado me dirigí a inmortalizarme en la espalda el recuerdo de mi inmadurez. Meditaba desde hacía días sobre el tatuaje, pretendía que fuese un reflejo del sentimiento de este país antes de adulterarlos con nuestras imposiciones y lo encontré en la religión azteca.

Quetzalcóatl fue uno de los cuatro hijos que engendró la pareja divina creadora del universo y del resto de los dioses. Esta deidad fue de gran importancia en la teología azteca, su nombre proviene de la etimología quetzal que significa “plumas” y coatl que significa “serpiente”, es decir, “serpiente emplumada”. Dicen que Quetzalcóatl bajó al mundo subterráneo y recorrió los infiernos, pasando distintas pruebas a las que lo sometieron los dioses que habitan ese mundo, para pedirle a Mictlantecuhtli (el dios de los infiernos) los huesos de los hombres muertos para crear con ellos a la nueva humanidad, fue entonces cuando echó a correr con ellos en cuanto los tuvo en sus manos, porque conocía perfectamente la naturaleza del dios de los infiernos y sabía que era un mentiroso. Mientras que Quetzalcóatl huía con los huesos, Mictlantecuhtli ordenó a las codornices que lo persigan y lo ataquen. Al escaparse en una precipitada carrera, el dios cayó al suelo y rompió los huesos, apenas tuvo tiempo de recogerlos por lo que decidió sacrificarse y regarlos con su propia sangre, dando origen a la nueva humanidad.

Hacia días que este dios había sido el escogido, pero quería que fuese un dibujo especial, discreto y elegante por lo que descarté más de una docena de serpientes emplumadas hasta que una me llamó la atención, era una imagen de la cabeza del dios, pero demasiado bien definida, pedí un rotulador y con algo de ayuda conseguí hacer un tribal de esa imagen que definitivamente me cautivó, convirtiéndola en la escogida para acompañarme el resto de mi vida. Un indio cuarentón, serio y maloliente fue el responsable de empezar el calvario en una pequeña e iluminada salita, en la que postrado en una silla me dejé torturar durante dos horas por el recuerdo de esa leyenda. Tras el cobro de sus tarifas y los consejos de mantenimiento me marché al hotel para hacerme a la idea de lo que había hecho, apenas había llegado a la entrada cuando me asaltó Emiliano, que en un derroche de buena voluntad quiso presentarme a una pareja de exiliados murcianos que conocía desde hacía más de cuatro décadas y con los que terminé manteniendo una desagradable e inoportuna conversación. Nos presentó como hijos de la misma Madre Patria, por lo que me encontré obligado a rectificar.

- Bueno, ellos un poco más que yo-. Maticé sonriendo. En realidad soy consciente de que mi situación económica o social no cambiará siendo mi tierra una provincia, un país o un estado, pero el desprecio a los catalanes que arrastran por una heredada sinrazón el resto del país, hace que no merezcan compartir el mismo suelo que nosotros. Este sentimiento nacionalista es el que han creado todos aquellos que durante siglos se han empeñado en hacer desaparecer nuestra cultura, nuestro idioma y nuestros derechos y que sin quererlo han unido a los catalanes en la lucha por la independencia de nuestro país.

- ¿De dónde es usted? -, me preguntó serio el curioso jubilado. Tras mi respuesta, un “no podía ser de otro lugar” me dedicó con desprecio. - Ustedes los catalanes no saben lo que quieren -. Este comentario me molestó, debía de estar algo sensible porque le contesté que eso era muy bonito, pero que lo sería aún más dicho por alguien que hubiese estado en España en las cuatro últimas décadas.

- Durante el régimen nos vimos obligados a abandonarlo todo, usted no sabe lo que es eso -.

- No, pero sé que Franco murió hace treinta años y ustedes siguen aquí -. La conversación estaba adquiriendo un tono del todo desagradable y aún no entiendo por qué, hasta que entre dientes la señora que elegantemente se había mantenido al margen decidió sentenciar la conversación.

- Marchémonos, tendríamos que enviar a todos estos catalanes a África de una patada en el culo -. Cogió del brazo a su marido y sin despedirse de su amigo Emiliano se marcharon de nuestro hotel.

- Si fuese así señora, las pateras irían en sentido contrario -. De esta manera me despedí de ellos sin recibir contestación.

Emiliano que hasta el momento se había mantenido al margen me sonrió y me preguntó preocupado por las vendas que tenía en la espalda, ignorando completamente el tenso momento que me hicieron vivir ese par de intolerantes jubilados.

- Es Quetzalcóatl, tu dios de la vida y del aire, además de la sabiduría y no sé que más -, le contesté.

- Está padre -, exclamó tras mirarlo durante un par de incómodos minutos, para a continuación hacerme partícipe de una historia del todo curiosa.

Quetzalcóatl y su hermano Tezcatlipoca Negro son los responsables de las cuatro creaciones del mundo y de la actual según el pueblo azteca, las guerras entre la serpiente emplumada representando el bien y su hermano en el bando contrario terminaron cruelmente con la vida de todos los seres que en cada una de las creaciones habitaban la tierra. Es precisamente una de estas luchas constantes y que siempre han mantenidos ambos dioses desde el principio de los tiempos, la que lleva a hacer caer en el pecado a Quetzalcóatl. Por ello, la batalla entre ambos dioses se ve transformada en una lucha moral. Después de pecar, el dios benefactor y bueno se ve obligado a abandonar la ciudad de Tula. Según explicaba Emiliano, los sacerdotes de Tezcatlipoca lo persiguen y lo avergüenzan por la falta que cometió. Así el dios sabio se ve obligado a abandonar la zona central del país y emigra hacia la costa del Golfo de México, donde hoy en día se encuentra el puerto de Veracruz. Por eso, cuando después de muchos años los conquistadores llegaron a esa misma costa, los aztecas al ver esas naves y los hombres blancos y barbudos que iban en ellas, creyeron que se trataba del retorno de Quetzalcóatl, detalle que aprovechó Cortés para ganarse la confianza de esos inocentes indígenas y exterminarlos a todos cuando tuvo la oportunidad.

A media leyenda recibí una llamada de Hugo proponiéndome nuevos planes para el día siguiente. Entre paseos a lomos de una preciosa yegua, abandonos nocturnos al alcohol y la marihuana, decenas de visitas a los lugares más emblemáticos y tras bañarme en todas las playas de esta acogedora bahía, decidí con más pena que nunca finalizar mi etapa en Puerto Vallarta. Me despedí de Hugo y de alguno de sus íntimos con la intención de volverlos a ver algún día y tras escuchar del bueno de Emiliano, su último intento por hacerme entender las diferencias entre sus zapotecas y los aztecas, abandoné con un nudo en el estómago y un sincero abrazo ese bonito pueblo que un día visité.

VIII

Chabela seguía en Matamoros a consecuencia de las pocas ganas de morirse de su padre, San Luis me lo conocía de memoria y apenas me quedaba dinero para un par de semanas más, por lo que no fue necesario un excesivo desgaste neuronal para entender que había llegado el momento de adelantar los billetes. Quise que la primera en saber esta esperada noticia fuese mi madre, hacía muchos meses que me encontraba fuera de casa y aunque su prudencia le impedía reconocerlo, estaba completamente seguro de que se moría por verme.

- No seas tonto y quédate hasta el día de los muertos, dicen que es muy bonito -. Tenía su lógica, pero necesité unos minutos para interpretar ese gesto como un detalle de esos que sólo tiene ella. Eran tres días los que me separaban de la macabra celebración, por lo que decidí invertir en mi seguridad con la reserva de un asiento que me llevase de nuevo a casa. En contra de mis pronósticos, una simpática oficinista de la British Airways me informó de la ausencia de cargos en ese trámite, por lo que me pude plantear el malgastar los mil pesos que guardaba para este fin en la isla de Janitzio. Había aplazado un reencuentro que esperaba con más ilusión de la que podría expresar en detenimiento de este extraño ritual, por lo que decidí minimizar mi sacrificio en el único lugar donde la “ofrenda a los difuntos” se ha mantenido rigurosamente fiel a su original tradición.

La isla de Janitzio o flor de elote, se encuentra situada en el centro del lago Pátzcuaro, frente al homónimo pueblecito de pescadores que lo explota. La única aspereza que pulir a tan idílico planteamiento era que no tenía dinero para ir solo, un pequeño inconveniente que pude solventar con relativa facilidad, en compañía de un inocente Moisés que supo entender mi ilusión por compartir con él esta última experiencia, aunque peligró la propuesta ante su incapacidad para asimilar la falta de motivación que le produjo la presencia de una ilusionada Irma que decidió acompañarnos a la excursión.

A las seis de la tarde del primero de Noviembre, comienza la martirizante melodía de unas campanas que a intervalos de medio minuto se repite hasta bien entrada la madrugada, pero es poco antes de media noche, cuando sobre sus frágiles canoas, las familias de Pátzcuaro abandonan sus casas rumbo al cementerio de la isla. Cada familia porta en sus pequeñas embarcaciones decenas de velas que parecen flotar sobre el lago, dibujando cientos de lucecitas temblorosas que indican el camino, que bajo el interminable repiqueteo de las campanas nos guiaba hasta el lugar en el que los muertos aguardaban. El cementerio estaba cubierto de cempazúchitl, unas flores anaranjadas con las que decoran los altares y en donde las mujeres depositan las ofrendas y manjares preferidos por los parientes desaparecidos ya que, según la creencia popular, los difuntos descienden esa noche para participar con los vivos en la fiesta. Elaboran un altar piramidal (Tzompamtli) cubierto por un papel teñido de diferentes colores, en la parte superior colocan una imagen del difunto y en un segundo nivel la comida, flores y velas con el que lo esperarán toda la noche, siglos más tarde, la llegada de los españoles y su impuesto cristianismo infectó estos altares de santos, cruces y Cristos. Los indios que se dirigen a las tumbas de sus familiares llevan consigo unas bateas cargadas de comida que depositan en el altar. Las mujeres arrodilladas ante sus altares esparcen los pétalos del cempazúchitl sobre las tumbas de sus parientes, mientras que los hombres dedican fúnebres oraciones a unos muertos que no dejan descansar. Junto al cementerio se encuentra la parroquia, lugar donde se reúnen las familias cuyos muertos llevan más de tres años enterrados, éstos no llevan ramos ni flores, solamente velas y sus bateas con ofrendas. Esta costumbre tiene su origen en la época prehispánica, según la cual el difunto tenía que hacer un largo viaje que duraría tres años, una vez pasado este tiempo ya no necesitan que los velen sobre sus tumbas y sólo rezan por ellos en la iglesia.

Esta pequeña isla se transforma anualmente en la irrespetuosa coreografía de dos mundos opuestos, un ejercito de intolerantes turistas imponían su curiosidad al sentimiento de unos resignados indios que intentaban ignorar el degradante trato que no podían evitar. La sensibilidad de los más ignorantes se manifestaba sobre las pisoteadas tumbas, mientras que el resto del rebaño se amontonaba alrededor de unos sometidos indios, que entre los cegadores caprichos de un centenar de indiscretas cámaras, pretendían ofrecer a sus familiares el digno recordatorio que merecían.

Optamos por Morelia como responsable de nuestro descanso, esta ciudad se convirtió durante la época colonial en la capital de la Nueva España, siendo sus ostentosos edificios de cantera rosada la evidente huella de la indeseada presencia de los conquistadores españoles. Aquí nació el famoso cura José Mª Morelos y Pavón, uno de los grandes héroes de la independencia y a quien se honró en 1828 con el nombre por el que actualmente se distingue esta preciosa ciudad.

Dormimos los cinco en la pequeña habitación de un hotel de mierda, la comida corría a su cargo, por lo que me aseguré la cena antes de permitirles hacer vida familiar ante un surrealista programa de la televisión pública. Quise dedicarme unos momentos de tranquilidad con un terapéutico paseo que apenas duró medio minuto, a pocos metros del hotel conocí a Evelyn, una persuasiva prostituta que me acompañó durante dos cuadras ofreciendo unos servicios que ni quería, ni me podía permitir.

- Lo siento pero no tengo ni un puto duro.

- ¿Eh?

- Quiero decir dinero, que no tengo -. No sabía dónde ir y tampoco me apetecía caminar, sin nada que perder y probablemente tampoco que ganar le propuse una cerveza que sorprendentemente aceptó. Ella conoció a alguien que quiso preocuparse por la mujer que escondía su vagina, yo simplemente ignoré unos estúpidos prejuicios que me hubiese impedido disfrutar de su compañía.

Evelyn nació en Durango hacía más años de los que me confesó, no conoció a su madre y por olvidar a su padre decidió peregrinar entre los más sucios prostíbulos hasta llegar a Morelia, convertida en la sombra de la mujer que aseguraba haber sido. Lo cierto es que tras varias capas de maquillaje se escondía una mujer muy atractiva, solitaria y tan necesitada de cariño como yo de compañía. Me dedicó un par de horas de conversación antes del beso en los labios con que me dijo adiós, el trabajo es lo primero. Poco después me marché yo, se había hecho tarde y era consciente de que los vástagos de los Martines no perdonarían el madrugón. Sólo había caminado media cuadra cuando pude observar como Evelyn, abrazada a un lujurioso anciano se perdía en la oscuridad de un callejón cercano. Me sentía indignado por no ser capaz de hacer nada por tantas buenas personas que estaba conociendo en sus mundos de mierda, poco después encontré consuelo en el recuerdo de una vieja canción que tarareé hasta que el cansancio finiquitó la noche.

“Acércate a su puerta y llama

si te mueres de sed,

si ya no juegas a las damas

ni con tu mujer.

sólo te pido que me escribas

contándome si sigue viva

la virgen del pecado,

la novia de la flor de la saliva,

el sexo con amor de los casados.

Si estás más solo que la luna,

déjate convencer,

brindando a mi salud con una

que yo me sé.

Entre dos curvas redentoras

la más prohibida de las frutas

te espera hasta la aurora,

la más señora de todas las putas,

la más puta de todas las señoras”.

Éste se había convertido en mi último viaje en tierras mexicanas. Los días siguientes fueron muy intensos, todo el mundo me invitaba a comer o cenar, a una copa o un café, todos me querían decir adiós y yo no quería despedirme de nadie. Chabela consiguió de nuevo hacerme sentir culpable al descuidar a su moribundo padre por estar a mi lado en esos últimos días, hasta que la fecha en la que había reservado el vuelo llegó y con ella el final de mi aventura.

De nuevo era esta una mañana diferente, nada que ver con los abrazos, risas y lágrimas que la noche anterior nos repartíamos emocionados entre el tequila y la despedida, los rayos que se filtraban por la pequeña ventana de mi cuarto nos recordaban que el ayer ya había pasado y que el adiós que sólo yo presentía definitivo había llegado. Poco después me despedía para siempre de una ausente Chabela en la misma habitación en la que había vivido los últimos seis meses de mi vida. Nos abrazamos en silencio, ella no podía hablar y yo no sabía que decir, con una última caricia y un amargo beso le dije adiós, marchándome de su vida con la intención de no volver a mirar hacía atrás. En el mismo portal me esperaba la despechada Irma que con un fuerte abrazo intentaba en vano disimular sus lágrimas, la había visto llorar en más de una ocasión pero jamás de esa manera, durante muchos meses había encontrado en mí la figura que siempre buscó en su marido, le hacía compañía y le ayudaba con las niñas, la escuchaba mientras despellejaba a su marido y siempre terminábamos riéndonos sin ningún motivo. Se estiró como pudo para susurrarme al oído que me quería, luego se separó, me miró a los ojos y se perdió en la soledad de su humilde hogar. Moisés fue el único valiente que quiso acompañarme a la estación, donde con un emocionado abrazo dibujamos los tres puntos suspensivos a los que sometimos nuestra amistad.

Había conseguido mantenerme fiel a la retrógrada costumbre de no exteriorizar mis emociones, pero fue al momento de ocupar mi asiento en el camión que todo cobró un sentido diferente, mis labios empezaron a temblar como anticipo de unas tímidas lágrimas que no pude reprimir, lloré como un niño durante más de una hora, intentando inútilmente disimular mi inoportuno sentimiento con la visera de una vieja gorra que no lograba aislarme de esa realidad. Que intensa resulta la vida cuando se parte el corazón, pensaba en ese aprendiz de artista que supo crecer más rápido que yo, quien quiso ser amigo de su hermano para tener una referencia de lo que no quería ser, ese cómplice de mis adicciones que soñaba a mi lado vivir algo así, nunca sabrá cuántos momentos quise compartir con él, explicarle que ya no lloraba cuando no veía salir el sol y que si no era el dueño de mi silencio es porque no me habían dejado. Por primera vez podía pensar sin que me carcomiesen los remordimientos en mi pequeño rebelde con causa, ese sensible manipulador que hace catorce años me demostró que puedo querer a alguien más que a mí mismo. Recordaba a mi comprensiva madre y a mi atormentado padre, a mis abuelos, a los que sé que me quieren y a los que no, regresaba a mi vida con todas sus consecuencias y lo cierto es que me moría de ganas. También pensaba en Moisés, en Irma y las niñas, en Chabela, en Aurora y Rosario, en Claudia, Ivonne, el bueno de Hugo y la imposible Gabriela, como no en Salomé, en Esperanza y su pequeño Lucas. Empezaba ahora mi batalla contra el olvido y no estaba dispuesto a dejarme vencer por la absurda distorsión de mis propios recuerdos, siempre tendré presente al viejo Emiliano, a don Antonio y su fiel esposa Estela, al primo Miguel y al Fernando de la hermanaza, como no a Benito o al tonto de Carlos, a la dulce doña Lupita y a tantos otros que he tenido el placer de conocer y que me gustaría que supiesen que siempre les voy a estar agradecido. Todo en este país fue emocionante, como las gentes se abrieron a mí, me quisieron y me cuidaron, como se preocuparon de que no me faltase de nada. En sus consejos, su ayuda y su cariño encontré la invisible brújula que orientó mis ilusiones, personas desconocidas que me ofrecieron todo sin esperar nunca nada a cambio.

Agradecí el detalle del chofer cuando optó por Radio República para darnos un descanso de los últimos grandes éxitos de Maná, con los que nos había torturado desde Querétaro. La presentaron como un clásico de algún grupo norteño, pero no fue hasta el estribillo que pude reconocer la letra como aquella que escondía el misterioso sobre azul, que firmado por Chabela me hizo compañía en una solitaria habitación de Guanajuato, me quedé pensando en la patética creatividad de mi enamorada amiga, sonreí y por unos segundos me sentí un poco menos malo, apoyé la cabeza en la temblorosa luna del autocar e hice del infinito asfalto la línea que separaría la realidad de este bonito sueño. Atrás quedaban más de doscientas horas de autocar, decenas de hoteles, pocos labios para tantos besos, grandes amigos e inolvidables recuerdos. No quería pensar en los buenos momentos, eso lo reservaba para el resto de mi vida, preferí perderme en el horizonte para poder saborear por última vez, el aroma de ese instante parado en el tiempo que me acompañará toda la vida.

1 comentari:

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